Hay un punto débil en cada roca,
una astilla secreta en todo imperio,
un temblor escondido en los colosos
que se creen eternos.
Nada dura.
Ni las torres de hierro,
ni las palabras que prometen quedarse,
ni los hombres que se encumbran
sobre cimientos de humo.
Yo lo sé.
Lo he visto fracturarse todo:
los días,
las certezas,
los altares que otros veneran.
He visto al tiempo morderlo todo
como un perro de hambre vieja.
Pero aquí estoy.
Sencillo como una herramienta sin brillo,
recio como un martillo sin ornamentos.
A mí me lanzan críticas como piedras,
y yo camino.
Me gritan nombres prestados,
y yo camino.
Me inventan culpas,
y yo camino.
Porque aprendí que el barro no mancha
a quien no se arrodilla en él.
No pretendo ser Neruda,
ni Carpentier,
ni Borges,
ni Cortázar.
No estoy hecho de esos tronos de tinta.
Soy lo que soy:
una voz que no pide permiso,
un paso que no negocia su destino,
un hombre que aceptó su fragilidad
pero jamás su derrota.
Mi vida no es un jardín sin tormentas,
es una carretera con viento en contra,
pero sigo,
pese a la grieta,
pese al ruido,
pese al desgaste de los años.
Este poema no es un susurro:
es un golpe sobre la mesa,
un anuncio de que aún respiro,
un desafío para quienes creen
que pueden romper a quien ya fue roto
y se reconstruyó solo.
Quién soy yo:
el que avanza.
El que no se rinde.
El que entiende que todo cae,
pero no por eso deja de levantarse.
Y seguiré hasta el final de mis días,
sin miedo,
sin máscaras,
sin pedir aplausos,
con el corazón en alto
como un puño que desafía a la noche.
JUSTO ALDÚ © Derechos reservados 2025