No sé crecer
como crecen los árboles antiguos
que beben de un origen
que nunca dudó de si mismo, ni sé ofrecer las fiestas efímeras de pétalos que se abren sin miedo
sabiendo que al amanecer ya habrán
cedido el cuerpo.
Ellos tienen una forma de pertenecer
que a mí me falta;
la firmeza exacta ante el dolor,
la belleza breve de la amapola que muere.
Yo en cambio soy todo tránsito,
todo pregunta.
Esta noche, bajo un cielo que parpadea
como si temiera apagarse,
escucho el aliento vegetal del aire,
su idioma profundo
que no necesita espectadores para
replegarse.
Camino entre ellos con la certeza
de que no me sienten,
quizá porque no se permanecer lo suficiente
para que algo me arraigue a la tierra.
pero cuando duermo,
cuando la mente se apaga parezco perfecta
y mi cuerpo se entrega al suelo sin condiciones,
hay una tregua, un refugio.
El mundo ya no exige verticalidad
y yo dejo de sostenerme.
Entonces el cielo me perdona un poco,
como si me estuviera hablando en un idioma secreto.
Entiendo algo que de día no comprendo:
que tal vez mí utilidad, mi forma de existir,
no está en levantarme, sino en ofrecer descanso.
Cuando finalmente me entregue del todo,
el amor podrá inclinarse sobre mí sin que yo me esconda,
y las flores esas que siempre miro desde
la ventana de mi cuarto,
por fin tendrán tiempo para reconocerme
despierta.