Si no hubiera aprendido a bailar con mi tristeza, me habría hundido en ella. Estaría rota, sin un solo remiendo, solo heridas sobre heridas. Cubierta hasta el tuétano por esa insaciable sed de dolor, de llorar, de ser pequeña, minúscula y sin remedio.
Pero cuando aprendí a bailar estando triste, descubrí lo inmenso y alto que puedo volar tomada de la mano con mi propio dolor. Entonces aparecieron nuevos colores—muchos colores—y recordé que soy una pizca de polvo estelar: tan viva, tan amada, tan afortunada, tan feliz y tan adicta al movimiento.
Y mi pareja favorita sigue siendo mi poeta favorita: la tristeza.
Porque hasta la tristeza también se baila.