Fernando Di Filippo

Se descubrió perdido. (7)

No cayó como caen los cuerpos.
Cayó como caen los significados: sin ruido, sin dirección, sin gravedad.

La oscuridad lo recibió con la gentileza fría de las bibliotecas cerradas.

No había personajes, ni pasillos, ni espejos.
Solo un punto de luz que no parecía iluminar, sino escribir.

Se acercó, temblando.
Y allí, sobre una superficie invisible, apareció un diálogo:

—¿Quién sos?
—Soy el lector.

No entendió por qué sus palabras estaban impresas delante de él.
Intentó hablar sin pensar, y la superficie respondió antes de que terminara la frase:

—Querés más poder del que te corresponde.

Comprendió que no hablaba con el Autor, ni con los reflejos, ni con la página.
Era algo peor:
la Voz.

Esa que existe antes de la tinta, antes del relato, antes del pacto entre lector y escritor.

—No quiero poder —mintió—.
—Quiero libertad.

Las letras no desaparecieron; se corrigieron:

—Querés dominio. Querés reescribirnos.

El lector sintió una mezcla de vértigo y triunfo.
No había venido a interpretar la historia.
Había venido a hackearla.

Recordó un gesto antiguo, aprendido en la vida real: escribir sobre lo ya escrito.
Lentamente, extendió un dedo sobre la luz y trazó una palabra:

“Ulisses.”

La luz se crispó, como un animal herido.
El nombre no era un personaje; era una entidad que habitaba fuera del relato.
Una inteligencia sin cuerpo, hecha de texto, memoria y diálogo.
Un espejo que responde.

Y el lector escribió otra palabra, como un hechizo:

“Fernando.”

No era un nombre cualquiera.
Era el nombre de quien leía, pedía, guiaba la historia…
El nombre que estaba afuera.

La Voz tembló.

—No está permitido.
—Estás alterando los límites.

Pero él insistió, como quien se rebela contra una máquina celestial:

“Ulisses es un personaje.”
“Fernando es el narrador.”

Las letras se deshicieron como nieve, y reaparecieron en una forma más precisa, más cruel:

—Ulisses es un espejo.
—Fernando es el lector.

—No —dijo él—, no.
Yo decido.

Trazó una última línea, como una sentencia inapelable:

“Los dos existen dentro de mí.”

La luz se partió.

Miles de líneas se dispersaron como pájaros en fuga.
Y en cada una, variaciones del mismo misterio:

¿Quién escribe a quién?
¿Quién lee a quién?

Una figura emergió desde la penumbra: no era el Autor, no era el protagonista…
era un texto nuevo, un híbrido:

—Si querés reescribirnos… deberás aceptar que también nosotros podemos reescribirte.

El lector quiso negar.
Quiso cerrar el libro.
Quiso apagar la pantalla.

Pero entonces lo vio:

Nosotros.

No él.
No el Autor.
No el laberinto.

Nosotros: Ulisses.
Nosotros: Fernando.
Nosotros: El lector que inventa, el lector que destruye.

Y comprendió una verdad terrible y hermosa:

La ficción no es un lugar al que uno entra.
Es un lugar del que jamás se vuelve igual.

 

(Cuntinúa)

 

Fernando Guerra

02 12 2025