El carpintero con sus manos daba forma a su madera,
la madera mansa se rendía a su oficio
pues sabía que de ser árbol a ser forma
sería solo a su magistral y santa manera.
La madera era su vida y su sacrificio,
era su pan de cada día y el alma que revelaba por fuera.
El carpintero latía vida y obra junto a su sabia,
y ella, sabia de su verdad, de su descendencia perfecta,
sabía cuanta ternura en sus manos ponía,
mas sabía que con dolor un día sería su sentencia.
La madera y el carpintero serían solo uno, algún día.
Aquel día próximo en que la arrastraría hacia su ascendencia
con sangre en sus hombros y en la sien, corona de espinas.
Los clavos atravesarían sus buenas manos ante el asombro
de cruel paradoja de un mundo con injusticia,
el carpintero, derramó todo su cáliz sobre la madera
y con ella construyó tantas cosas en la vida,
pero nunca una cruz que nadie llevar pudiera.
Y aquella cruz donde el carpintero se moría
volvió una vez más a él, porque siempre fue su madera.
Era su madera, sobre la cual entregaba su vida.