En el pasillo frío de un hospital, tres hermanos se abrazan como si el universo estuviera a punto de romperse. Es probable que ese nudo de almas haya sido uno de los más conmovedores en la historia de la galaxia.
Su padre acaba de fallecer y, con él, se va una parte de ellos. La muerte es una bestia que siempre se precipita para abrir el grifo de la nostalgia.
Aquel abrazo es un círculo que se construye con alaridos, un anillo hecho de melancolía y memoria, una constelación nueva en el mapa de los rotos.
Los tres hermanos pronuncian lo innombrable; cualquier palabra dicha es un acantilado y su abrazo: la única manera de sostenerse.
De pronto, el pasillo se convierte en un país recién descubierto, en una ciudad fundada por el desconsuelo. Los tres hermanos comprueban lo que alguna vez alertaron los sabios: el tiempo es un costal silencioso de grietas.
Las despedidas siempre son caballos desbocados galopando en una llanura interminable. Su padre ha de regresar convertido en viento, pero su ausencia física será un animal que, tarde o temprano, volverá a clavarles los dientes.
Los hermanos, a partir de hoy, saben que todo recuerdo será un faro, un puente entre lo visible e invisible, una vela encendida.
A partir de hoy, el legado de su padre, de ese hombre bueno, será su brújula.