La nube nace donde el cielo suspira,
como un pensamiento blanco que se escapa del universo
cuando el silencio quiere decir algo
pero no encuentra palabras.
Es un pedazo de luz que se olvidó de caer,
una memoria que no sabe si es lluvia,
o si es sólo un sueño que flota
para que el mundo recuerde
que incluso lo que parece liviano
también carga con su propio peso.
A veces la miro y siento
que es igual que un corazón cansado:
cambia de forma para no quebrarse,
se estira, se encoge, se disfraza de tormenta,
o de algodón suave
cuando quiere que el viento la abrace despacio.
La nube es una viajera sin mapas,
una errante del cielo
que no necesita permiso para irse
ni explicaciones para volver.
Se la lleva el viento, sí,
pero siempre vuelve distinta,
como vuelven distintas las personas
que han aprendido a perder y a seguir.
Cuando oscurece, la nube guarda rayos,
secretos que arden, palabras no dicha,
rabias que no estallan por miedo a herir.
Cuando amanece, es tan frágil
que parece que un suspiro podría romperla,
pero ni el sol más terco
logra desaparecerla del todo:
siempre queda un hilo,
una sombra,
una promesa mínima de que sigue ahí.
A mí me enseñó que todo lo que sube
tarde o temprano llora,
que toda caída es una forma de volver al suelo
para que algo nuevo crezca.
Porque cuando la nube suelta su carga,
no es dolor:
es liberación.
Y la lluvia que deja caer
no es derrota:
es siembra.
La nube también se enamora,
aunque nadie lo diga.
Se junta con otras,
se abraza en silencio en la altura,
y juntas inventan cielos
que el mundo mira sin darse cuenta
de que son dos almas revoloteando
para no sentirse solas.
Y cuando el viento las separa,
ellas no pelean:
saben que así es la vida.
Se alejan despacito,
como quien se despide sin perder la ternura,
dejando en el aire un borde blanco
que aún recuerda el abrazo.
Por eso cada vez que levanto la vista
y la veo cruzar el cielo,
siento que la nube me habla.
Me dice que no me aferre,
que lo que es verdadero vuelve,
que lo que duele se transforma,
y que aunque parezca que ando perdido,
siempre habrá un lugar donde descansar,
aunque sea suspendido
entre el viento y el infinito.
La nube es un espejo del alma:
cambia, se mueve, se rompe, se recompone.
Pero nunca deja de ser nube,
y nunca deja de intentar
alcanzar un cielo más alto.
LA NUBE
La nube nace donde el cielo suspira,
como un pensamiento blanco que se escapa del universo
cuando el silencio quiere decir algo
pero no encuentra palabras.
Es un pedazo de luz que se olvidó de caer,
una memoria que no sabe si es lluvia,
o si es sólo un sueño que flota
para que el mundo recuerde
que incluso lo que parece liviano
también carga con su propio peso.
A veces la miro y siento
que es igual que un corazón cansado:
cambia de forma para no quebrarse,
se estira, se encoge, se disfraza de tormenta,
o de algodón suave
cuando quiere que el viento la abrace despacio.
La nube es una viajera sin mapas,
una errante del cielo
que no necesita permiso para irse
ni explicaciones para volver.
Se la lleva el viento, sí,
pero siempre vuelve distinta,
como vuelven distintas las personas
que han aprendido a perder y a seguir.
Cuando oscurece, la nube guarda rayos,
secretos que arden, palabras no dicha,
rabias que no estallan por miedo a herir.
Cuando amanece, es tan frágil
que parece que un suspiro podría romperla,
pero ni el sol más terco
logra desaparecerla del todo:
siempre queda un hilo,
una sombra,
una promesa mínima de que sigue ahí.
A mí me enseñó que todo lo que sube
tarde o temprano llora,
que toda caída es una forma de volver al suelo
para que algo nuevo crezca.
Porque cuando la nube suelta su carga,
no es dolor:
es liberación.
Y la lluvia que deja caer
no es derrota:
es siembra.
La nube también se enamora,
aunque nadie lo diga.
Se junta con otras,
se abraza en silencio en la altura,
y juntas inventan cielos
que el mundo mira sin darse cuenta
de que son dos almas revoloteando
para no sentirse solas.
Y cuando el viento las separa,
ellas no pelean:
saben que así es la vida.
Se alejan despacito,
como quien se despide sin perder la ternura,
dejando en el aire un borde blanco
que aún recuerda el abrazo.
Por eso cada vez que levanto la vista
y la veo cruzar el cielo,
siento que la nube me habla.
Me dice que no me aferre,
que lo que es verdadero vuelve,
que lo que duele se transforma,
y que aunque parezca que ando perdido,
siempre habrá un lugar donde descansar,
aunque sea suspendido
entre el viento y el infinito.
La nube es un espejo del alma:
cambia, se mueve, se rompe, se recompone.
Pero nunca deja de ser nube,
y nunca deja de intentar
alcanzar un cielo más alto.