Bruno Gatica 1

Encerrado en tu eco

Tu ausencia no sana; no, no lo hace, se pudre con saña, como si hubiera encontrado en mí un terreno húmedo donde asentarse, y yo ya no sé si lo descubrí tarde o si siempre lo supe y simplemente me negaba a admitirlo. A veces siento que cría larvas en mis costillas, que se arrastran hasta mi calma y la mastican con un orden casi como un ritual, me muerde las entrañas como un animal que conoce mi olor mejor que yo mismo, y se alimenta del hueso que todavía, por desgracia, pronuncia tu nombre.

 

Hay noches en las que puedo escucharlo, ese bicho hambriento, insomne, rasca las paredes de mi pecho como si quisiera abrirse paso, como si deseara salir arrastrándose y dejar detrás surcos, lodo, el olor tibio de una muerte que aún no se decide a volverse cadáver.

 

A veces me pregunto si es tu recuerdo o si es algo peor, porque tu ausencia no cura; infecta. Entra por la lengua, me deforma la voz, me obliga a hablarte en pasado aunque sigues desangrándome en presente. Me convierte en un animal rabioso arrodillado ante el altar del dolor que dejaste tirado sobre la mesa, esa reliquia rota que alguna vez llamé «nosotros».

 

Y entiendo algo: no es que no sane porque no quiera, es que tu ausencia ya no es ausencia; es un rito que fermenta en mis costillas, que late dentro de mí como un tambor enfermo. Me pide más castigo, más filo, más mentira… y yo, miserable devoto, le ofrezco mi pulso, mi noche, mi lengua, mi sangre.

 

Y lo sé: no me duele que no estés, me duele que sigas aquí, que hayas encontrado un rincón en mi carne donde pudrirte con paciencia, como un parásito sagrado que no sabe morir. Respiras en mi silencio, gruñes en mis sueños, devoras las palabras que no dije y los latidos que aún no te pertenecen.

 

Y lo más jodido, lo más cruel, es que este monstruo que dejaste en mí ya no te llora: te imita. Y yo, encerrado en tu eco, solo sé pudrirme con él.