A nadie le gustaba sentarse ahí cuando la lluvia recién había pasado; la madera turquesa aún guardaba las lágrimas de la tormenta. Pero a Tomás no le importó humedecerse el abrigo.
Pasó la mano por el respaldo, sintiendo el frío del metal y la suavidad del agua acumulada.
Habían acordado ese lugar exacto, resguardado por el muro de hojas verdes, donde el ruido de la ciudad se apagaba y solo quedaba la vista de las viejas casonas coloniales. «Espérame cuando escampe», había escrito ella.
El sol ya empezaba a reclamar su lugar entre las ramas, haciendo brillar las gotas sobre el banco como pequeñas joyas olvidadas. Tomás miró la hora: 3:21 p.m. El cielo estaba azul otra vez, el agua comenzaba a evaporarse lentamente y él permanecía inmóvil, temiendo que, si se levantaba o si el banco terminaba de secarse, la promesa de ella se desvanecería también.
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