Hay días en los que no busco respuestas,
solo sentir que la vida todavía me toca.
Que el viento aún reconoce mi presencia,
que el tiempo no me roba la esencia,
solo me enseña a soltar lo que nunca fui.
He comprendido que no todo lo que llega es para quedarse;
algunas almas aparecen solo para despertarte,
para recordarte quién eras
antes de que el mundo te llenara de ruido.
Ya no quiero entenderlo todo.
Quiero observar sin etiquetar,
caminar sin miedo a perder,
amar sin necesidad de poseer.
Porque al final, lo que se fuerza se rompe,
pero lo que se permite, florece.
Hoy entiendo que amar no es un acto,
es un estado del ser,
una frecuencia silenciosa
que ordena todo desde adentro.
Y que la espiritualidad no vive en lo sagrado,
sino en la magia sutil de lo cotidiano:
en la ternura que surge sin motivo,
en la intuición que aparece como un susurro,
en esos instantes en que el alma respira
y el universo parece responder.
Hay algo dentro de mí que no se rinde,
una luz antigua que insiste en creer
en la belleza invisible,
en la suavidad que casi nadie muestra,
en el alma que, incluso cansada,
sigue orando en silencio.
Y quizá de eso se trate todo:
de recordar que no somos lo que hacemos,
ni lo que logramos,
sino lo que permanece en nosotros
cuando el ruido se apaga
y la verdad interior finalmente habla.