Siempre he confesado que escribo por pura rebeldía, y es cierto. También porque uno lucha para que los recuerdos de un tiempo, de una época y hasta de un momento de vida que, en mi caso, considero de sumo interés, no mueran con el paso de los años, no mientras estemos aquí. Decía John Lenon que “La vida es todo lo que nos ocurre mientras estamos aquí”, podría ser. Pero también uno intenta, y quiere, que mientras estamos aquí todo lo que suceda sea compartido: lo entiendo como añadir vida a la vida. Ayer, una persona a la que aprecio infinito a pesar de que en los últimos años no estamos tan en contacto (pero ahí seguimos) me comentó sobre algo que escribí acerca de un lugar reflejado en una acuarela que pinté; comentaba, yo, acerca del nombre de la calle ahí dibujada en la que yo nací y que no era oficial porque en aquellos años las calles no tenían nombre y sí que era conocida por el nombre de: “La calle de los ataúdes” Escribir de un tiempo de vida – en este caso y de este tiempo, de entre los cuatro y nueve años - llevo escribiendo desde los 17 años – es una necesidad emocional porque es un tiempo de suma importancia para mí por los hechos que ocurrieron y cómo ocurrieron en mi entorno; recordar, ahondar, escribir y guardar para la memoria sobre estos hechos supone para mí un desahogo al que llamo Felicidad por lo que me aportan.