Autor: Darío Daniel Lugo
Te descubrí en un instante,
sin saber quién eras,
y aun así respeté aquel “hoy no”
que jamás pronunciaste.
Fue un sacrificio callado,
un compromiso en la sombra,
un no te rindas que entregué
con mis silencios.
Y aunque no te vea,
aunque me falte el tacto,
sé que estás ahí;
te presiento en el aire,
te siento en el pulso profundo
de mis latidos del alma.
Forjo mi camino, marco la marcha
y miro hacia el Oriente,
donde nace la victoria eterna.
No miro lo que queda en el campo,
porque el olvido lo reclama;
mas sé que seré recordado
como lanza firme y punzante
de doble filo.
He ahí el combate
que sólo los valientes conocen:
pelear con honor,
llevar el nombre como escudo,
defender con espada y temple
nacidos en corazones
que no tiemblan.
Porque cuando el acero se alza limpio
y su doble filo despide luz,
hasta la muerte retrocede,
cegada por el resplandor
de quien no renuncia a sí mismo.
Y mientras lucho, te espero.
Aguardo tu regreso con la misma ansiedad
de la primera vez,
cuando todo era misterio
y el mundo parecía hacerse pequeño
ante tu presencia.
Mis pies descalzos se hunden en el barro,
como si la tierra quisiera retenerme
hasta que vuelvas.
No hay forma más pura ni más radiante
que aquella moldeada por tus manos suaves,
capaces de dar luz incluso
a lo que nació herido.
A veces siento que puedo elevarme,
desplegar mis alas sin miedo,
descender sobre tu piel
y encontrar allí un refugio
donde mi nombre deja de pesar.
En ti reposo:
donde el silencio no asusta,
donde la noche no amenaza,
donde la luz no se apaga.
He aquí:
el tiempo se detiene,
la urgencia se disuelve,
y sólo queda tu amor infinito,
que me sostiene,
que me nombra,
que me vuelve a la vida
una y otra vez.