Dicen los viejos cronistas que el caballero Siegfried no nació… sino que fue forjado. Que su alma no la dio un dios benévolo, sino el eco de un trueno que jamás terminó de morir. Que en su pecho, en vez de un corazón, crecía una brújula rota que siempre apuntaba hacia una sola dirección: Hilda, la reina del reino donde la luz tenía filo y la sombra hablaba en susurros.
Siegfried la vio por primera vez cuando él aún creía que la lealtad era un concepto simple. Ella caminaba rodeada de un silencio regio, el tipo de silencio que se sienta en el alma de quien lo mira y lo obliga a decidir qué clase de hombre va a ser. Y él, sin entenderlo, decidió arder. Pero el amor que despertó en él no era un río, sino un contrato tácito con algo que estaba por encima de su deseo. Porque Hilda no pedía devoción. La exigía. Como se exige la gravedad o el amanecer.
Su amor era condicionado: “Si me sigues, no esperes flores; si me amas, no esperes alivio; si me proteges, no esperes que te mire como igual.” Y aun así, Siegfried se inclinó ante ella con la reverencia de quien sabe que está condenándose, pero lo hace con una sonrisa porque hay condenas que son más dulces que las libertades completas.
En las noches, cuando el castillo dormía, él caminaba solo entre los corredores. Decían que lo hacía para custodiar el reino. Mentira. Lo hacía porque en cada muro, en cada estatua, en cada sombra, se repetía el mismo martirio: el contorno del rostro de Hilda, la reina que amaba sin amar, que bendecía sin tocar, que exigía sin prometer. Y allí, en ese silencio nocturno, Siegfried meditaba como un monje perdido: “¿Cuánto dolor puede cargar un hombre que ama a quien nunca lo verá del todo?”
Pero la filosofía del caballero era extraña: creía que el amor verdadero no debía salvar, sino transformar. Creía que el dolor era solo un cincel que esculpía el alma hacia algo más alto. Y así, cada renuncia, cada sacrificio, cada orden fría que Hilda le dictaba, no lo destruía: lo pulía. Lo hacía más digno de ella, aunque ella jamás lo pidiera. Porque el amor, el suyo, no buscaba recompensa. Buscaba destino. Y aun así, en las grietas de su armadura —esas que solo él tocaba en silencio—, sangraba la verdad: Siegfried habría dado la vida por oírla decir su nombre sin la corona pesándole en la voz. Para él, un solo “quédate” hubiera sido más valioso que cualquier victoria en la guerra.
Pero la reina amaba con las manos atadas. Su amor era un reino que no podía gobernar. Un día, cuando la guerra alcanzó las murallas, Siegfried bajó al campo con esa mirada que solo tienen los hombres que ya murieron por dentro y están dispuestos a hacerlo otra vez, ahora sí en carne. Blandió la espada como quien escribe un poema final, uno sin rima pero lleno de significado. Y al caer, supo que no moría por su reino, ni por la gloria, ni por el deber. Moría por la posibilidad remota de que, tal vez, por un instante, en algún rincón secreto de su alma, la reina Hilda lo hubiera amado.
Cuando su cuerpo fue llevado ante ella, la reina —la eterna, la imperturbable, la que nunca lloraba— cerró los ojos. Y en ese gesto mínimo, casi imperceptible, el mundo entero comprendió lo que él nunca pudo escuchar: Que la mujer que no podía permitirse amar había perdido a quien la amó sin condiciones.
Pero así es la ironía de los reyes: cuando aman, es tarde. Cuando admiten, ya no hay nadie que pueda escucharlos. Cuando lloran, solo los muros son testigos. Dicen que esa noche, Hilda caminó sola hasta la forja del castillo y tomó la espada rota de Siegfried. Nadie sabe lo que pensó. Solo se dice que murmuró una frase que ningún escriba quiso escribir, porque no era digna de una reina… pero sí de una mujer que descubrió que también tenía alma: “Si vuelves, esta vez te elijo a ti.” Y así quedó. Un amor condicionado. Un amor imposible. Un amor que, por ser imposible, se volvió eterno. Porque algunos amores, … no están hechos para vivirse. Están hechos para sobrevivirnos.