La noche se abre como un velo cómplice,
dejando que el deseo florezca a media luz, tibio, suave,
y cada roce despertando un universo oculto.
En tu mirada arde la ofrenda,
un incendio que no consume,
sino que ilumina cada célula de mi existencia
con lo que ya no tiene nombre.
Somos dos cuerpos que se buscan,
dos llamas que se reconocen aun sin saberlo.
El tiempo se ha suspendido en un espacio,
En ese que solo tu conoces
y mi voz se convierte en murmullo,
un rogativo ardiente que sólo tú comprendes.
Tus labios buscan cada rincón de mi cuerpo,
y mi cuerpo se entrega como un jardín nocturno,
donde cada caricia es un secreto expuesto
en la sombra ardiente de tu abrazo.
La respiración se vuelve un río inundado,
nuestras manos delinean caminos prohibidos,
y el tiempo se rinde ante la urgencia
de dos cuerpos que se enlazan sin reparos.
El deseo nos arrastra como víbora,
rompiendo las fronteras del pudor,
hasta que la piel se convierte en lo infinito,
y el silencio en suspiro compartido.
Los gemidos se quiebran como cristales
ardientes, cada roce es un filo luminoso,
una herida dulce que no sangra,
pero abre caminos de fuego
alumbrando la penumbra y a las campanas silenciosas.
En el éxtasis, la noche se rompe
en mil destellos
y el amor encendido florece en penumbras suaves.
Tu voz se quiebra en gemidos de cristal,
mi aliento se funde con tu aliento,
y el deseo nos arrastra hacia un abismo luminoso
donde la pasión se vuelve infinito.
Mas en mí, aún queda impreso
el mapa sin brújala te sigue recorriendo
sin descanso, en tu cuerpo.
—L.T.