Carlos Andrey Vargas Araya

Indigente

Sobre la acera fría, bajo el resplandor sucio de un farol,  
un hombre se sienta, doblado como un libro olvidado.  

En la acera duerme un cuerpo,  
doblado por el peso del olvido,  
rostro curtido por soles sin nombre,  
ojos que miran sin mirar, perdidos.

Los pasos lo esquivan,  
las miradas lo atraviesan,  
como si su carne fuera humo,  
como si su alma no interesara.


La ciudad pasa: zapatos que esquivan, miradas que cortan,  
ojos que pesan más que monedas y nunca caen.  

—¿Quién eres? —pregunta una voz, casi por accidente.  

Él alza la cabeza.  
El tiempo se le ha metido en las arrugas como polvo en las grietas de una estatua.  
Busca dentro, hurga entre ruinas que ya no humean.  
Quiere decir un nombre, un oficio, un día cualquiera  
en que alguien lo esperaba con la mesa puesta. Pero no hay nada.  

El hombre parpadea,  
como si la pregunta fuera un eco  
de un tiempo que ya no existe.  
Mira al cielo,  como si allí estuviera la respuesta,  pero solo encuentra nubes,  y un silencio que pesa más que el hambre.

Ni el calor de un abrazo, ni el sabor de una risa,  
ni el eco de una mujer diciendo “ya llegaste”,  
ni el orgullo de un hijo que repetía su apellido como bandera.  
Todo se lo tragó la calle, lenta, paciente,  como el mar se traga un barco sin dejar ni astilla.  

Intenta recordar cuándo fue bueno,  
cuándo sus manos servían para algo más que pedir,  cuándo su voz tenía destino y no se perdía en el viento.  
Busca una gloria, aunque fuera pequeña:  un ascenso, una medalla, una carta de agradecimiento.  
Sólo encuentra niebla.  

La calle lo ha pulido hasta borrarlo.  
Le quitó la memoria como quien arranca páginas de un cuaderno  
para encender la fogata de la noche.  

Busca en su memoria  
como quien escarba en ruinas,  
pero no halla ni un nombre,  
ni un rostro, ni un abrazo.  
No recuerda el calor de un hogar,  
ni la risa de un hijo,  
ni el tacto de una mano que lo amó.

Solo el frío le es fiel,  
solo la calle lo llama por su nombre,  aunque él ya no lo sepa.

Y entonces, con voz de papel mojado,  
con un temblor que no es de frío,  
suelta al viento su única certeza:

—Creo que solía ser un gran hombre.

Entonces, con la garganta llena de años y de polvo,  
susurra la única verdad que aún le queda:  

—Creo que solía ser un gran hombre.  

Y la frase cae, pesada y frágil,  
entre los pies que siguen caminando,  
como una moneda que nadie se atreve a recoger

Y el mundo sigue,  
sin mirar atrás,  
sin saber que en esa acera  
se sienta la sombra  
de alguien que alguna vez fue luz.