Exégesis del Fuego Insurrecto.
Hýbris reclama su resplandor indigno,
y alza a la bestia un destello iracundo;
la phýsis examina el acto maligno
que arranca al bruto del reino profundo.
Quien roba lumbre forja su postura,
aunque la moîra le dicte tortura.
Arétē surge cuando el inepto asciende,
y el lógos, fiero, empieza su conjuro;
la arcilla aprende lo que la trasciende,
y el hierro civiliza al más oscuro.
Irrumpe el oficio, la urbe, el arado,
pero también el juicio encadenado.
Ananké mira al necio que se atreve
a levantar su impulso contra el cielo;
rebeldía es pacto que nunca llueve,
pero incendia al que desafía el velo.
La disidencia bruñe su figura,
aunque el castigo marque su locura.
No es un obsequio la llama adquirida;
pide tributos en sangre y conciencia;
quien la reclama enaltece su vida,
y al mismo tiempo firma su sentencia.
Todo riesgo exige un precio funesto,
y cada visión sella el manifiesto.
La luz desintegra al que la comprende,
castra el engaño, tritura la trama;
ni el más audaz escapa a lo que enciende,
porque la verdad jamás se difama.
Ser es perder la tibia protección,
es morir sin pedir absolución.
Phôs muestra sin velo al que nunca duda,
y al resto deja el barro insuficiente;
el brillo exige una carne desnuda
que acepte el filo que roe la mente.
Transformar es pactar con lo prohibido,
crear es arder por lo ya adquirido.
El mundo yace bajo esa amenaza;
el fuego arranca médula y cimiento;
quien lo domina desgarra su raza,
y pudre todo lo que toca hambriento.
Forjar es pactar la mutilación;
gestar es morir por revelación.
Lo llaman gloria, destino, tormento,
es solo orgullo jugando a ser guía;
quien toma el reto, sin medir talento
confunde delirio y soberbia fría.
Volarse la cabeza es consecuencia:
la llama arde… y descuaja tu insolencia.
La Hechicera de las Letras.