Dicen que aquella mujer,
cuando la noche le pesaba en los ojos,
escuchó un “te amo” deslizarse por su oído
con la exactitud de un recuerdo que no pidió.
No tembló:
solo abrió los ojos como quien ya aprendió
a convivir con las sombras que dejan los que se van.
Miró a su niña dormida,
a salvo en su pequeño mundo sin heridas,
y supo con una claridad fría
que aquel susurro no venía
ni del hombre que un día la rompió,
ni del otro que jamás supo quedarse,
sino de un rincón profundo de su alma
donde la soledad a veces se disfraza
con voces prestadas.
Porque el corazón humano,
valiente y frágil a la vez,
a veces inventa ecos para sostenerse,
a veces revive lo que ya murió,
a veces llama “señal”
a lo que es cansancio.
Y sin embargo, justo allí,
cuando la noche quiso engañarla,
se levantó en silencio
la Voz que nunca confunde:
la Voz que no necesita garganta,
ni sueño,
ni susurro.
La Voz que siempre habla claro.
“En paz te acostarás,”
le recordó sin ruido,
“porque solo Yo te hago vivir confiada.
No regreso fantasmas,
no presto voces del pasado,
no te guío con sombras.
No temas, hija mía,
Yo estoy contigo.”
Y ella.. la mujer entendió por fin
que ningún “te amo” nacido del sueño
tiene permiso de dirigir su vida,
que ningún eco del ayer
puede reclamar su corazón,
que el amor verdadero
no llega disfrazado de madrugada.
El amor de Dios llega firme,
despierto,
sin confusión.
Y así, cerró los ojos,
dejó que el susurro se deshiciera en el aire,
y descansó sabiendo
que la única Voz que vale
no dice “te amo” en secreto,
sino que proclama en luz:
“Yo soy tu paz.”
ππͺπΏπ♥οΈ
25-11-25