Matamos el amor,
y ni siquiera fue dramático.
No hubo gritos,
ni promesas rotas tiradas en el piso
como botellas vacías después de una mala fiesta.
Simplemente un día nos descubrimos
mirando hacia lados distintos,
como si el mundo hubiera dado la vuelta
mientras nosotros dormíamos.
Lo curioso —siempre hay algo curioso—
es que el amor no se dejó morir de golpe.
Hizo ruidos, pequeños,
como una lámpara que titila,
como un perro viejo que cambia de posición
para no sentir dolor.
Pero nosotros, tan expertos en distraernos,
leímos esos ruidos como cualquier cosa
menos lo que eran:
advertencias.
Y sin embargo,
cada uno tenía una mano en el arma.
Vos con tu forma de callarte
justo cuando más necesitaba escucharte,
y yo con mi hábito torpe
de esconderme en palabras
que no iban a salvar a nadie.
Matamos el amor sin querer queriendo,
como quien pisa una flor
cuando corre detrás del ómnibus,
o deja caer un recuerdo
que después ya no encuentra.
Lo matamos por descuido,
como se rompen los relojes:
primero un segundo se cae,
luego otro,
y de pronto ya no queda tiempo para nada.
Y lo peor, quizá,
es que después seguimos caminando,
como si supiéramos cómo se hace eso:
nacer de nuevo sin la mitad del pecho.
A veces pienso
que el amor no está del todo muerto,
que quedó atrapado
entre dos frases que nunca dijimos
o entre los silencios que evitamos mirar.
Pero enseguida me corrijo:
no hay que ser cruel.
Lo dejamos ir,
y esa es nuestra única verdad.
Matamos el amor, sí.
Pero a veces —solo a veces—
cuando la noche baja sin hacer preguntas,
me pregunto si él, terco como era,
no seguirá buscándonos
en alguna parte
donde todavía existimos sin rompernos.