Ellos ya no están
Leonardo Gutiérrez Berdejo
Volví al pueblo, rincón de mi infancia y de mis sosiegos.
El cielo me recibió con su azul intacto,
como si supiera de mi regreso hacia atrás, sin miedo.
Lejos siguen los Montes de María, pero ya no se ven.
Las hojas de los árboles se resisten a bailar,
el aire lleva el olor a pan recién horneado,
a tierra mojada, a infancia juguetona.
La iglesia permanece y aún canta con sus campanas lentas,
todavía los muros se asombran por los pecados
pero ya no hay risas en el viejo sendero que al lago conducía.
Las calles, polvorientas y fieles,
me hablaron en voz baja, me contaron del ruido
de las motocicletas y de los autos raudos.
Viven los viejos que ya no cuentan historias,
pero aún guardan secretos en sus cerradas alcobas.
El calor, fiel amigo, no descansa y abraza cada rincón.
Se mete en los poros,
en los recuerdos, en la memoria inquieta,
en las palabras que no quiero pronunciar.
El sudor, como la lluvia imprudente, nos lava después,
como una canción que no se olvida,
como un abrazo que llega tarde, pero llega.
Camino sin prisa,
dejando que los pasos me lleven
a los lugares donde alguna vez corrí y fui feliz.
Quiero abrazar los árboles que aún me reconocen,
a cada esquina y grieta que viven en mí.
Las casas siguen ahí,
algunas con sus paredes gastadas,
y sus puertas crujiendo como si hablaran.
Los bares siguen abiertos, tejiendo madrugadas,
con música estridente que no intenta parecerse
a la ensoñadora de antes.
Y por un momento,
creí que bastaba con volver
para que todo regresara.
Abrazo a mis hermanos,
con la fuerza de quien sabe
que la sangre también es memoria.
Reímos, soñamos, recordamos tiempos, cantamos,
como quien canta sin saber la letra,
pero con el corazón lleno de fraternidad.
Fui al río, el del ruido tronante,
ese río que antes corría como niño travieso,
ahora fluye lento,
como si quisiera recordarme. Quiso hablarme, pero calló.
Busqué los rostros,
de los amigos que corrían conmigo entre los árboles,
los que reían sin miedo,
aquellos con quienes pateamos pelota de trapo
y me emborrachaba para tocar la luna,
los que soñaban sin saber que soñaban.
Pero sólo silencio encontré,
un silencio mustio que pesa,
que se instala en el pecho como roca dura,
como sombra, como una ausencia.
Me quedé un rato más, en la vieja banca,
esperando que alguno apareciera,
aunque fuera en el temblor de una hoja,
en el reflejo del agua,
en el error de la memoria.
Pero no,
ellos ya no están.