Había oído, en algún tiempo remoto, que los laberintos son un espejo de Dios. No un Dios justiciero ni misericordioso, sino uno que se contempla a sí mismo, multiplicándose en infinitas posibilidades para no morir de tedio.
Pensó en esa idea mientras avanzaba por la nueva galería —si es que era una galería y no el recuerdo de una—. El pasillo carecía de suelo y techo; era tan sólo una línea de sombras suspendidas, como si el espacio hubiese decidido olvidarse de sí mismo.
A su derecha, un reflejo caminaba con él, y a su izquierda otro, ambos un segundo adelantados, dos destinos posibles que conocían un futuro que aún no le pertenecía. Intentó mirar de frente, pero el pasillo giraba y lo devolvía siempre hacia algún costado. Comprendió que no se puede ver la verdad: solo se la puede intuir en el rabillo del ojo, donde los espejos no llegan a mentir del todo.
Al fondo —si es que había un fondo— lo esperaba una sala circular. En el centro, una mesa de piedra sostenía un libro abierto. La tinta no era negra, sino rojiza, como si algún cronista hubiera sacrificado algo más que palabras. El título era imposible: su propio nombre, escrito con una caligrafía que imitaba la suya y a la vez la abolía.
Sintió un miedo antiguo, el miedo de toda criatura frente a aquello que está escrito antes de nacer. Supo entonces que ese libro no le pedía que lo leyera; le pedía que lo completara.
Tomó la pluma, temblorosa, y escribió una sola frase:
“El espejo no devuelve lo que mira, sino lo que teme.”
En ese instante, el laberinto pareció respirar. Las paredes —siempre mudas— aplaudieron en un murmullo que no provenía del aire, sino del tiempo.
Y él, por primera vez, no quiso escapar.
(Continua)
Fernando Guerra
25 11 2025