Llevo varios soles
y algunas lunas haciendo cuentas,
apilando monedas con paciencia
construyendo un dique contra la intemperie.
Sumando cobres para un metro cuadrado
donde quepa tu nombre y el mío
y esas fronteras invisibles donde nuestros hijos
puedan correr seguros.
Pero ya ves cómo es esto,
nuestras pequeñas montañas de ahorro,
labradas con sueños empeñados y horas extras,
tienen la mala costumbre de derrumbarse.
Vienen las tormentas con hambre,
o la inflación, que es otro tipo de mal clima,
y las montañas se vuelven colinas,
y las colinas se alisan hasta quedar en nada,
en una llanura tersa y muerta.
Empiezo a calcular las mermas.
Los pasillos que soñé se encogen.
Quizá ya no haya patio para la pelota,
ni escondites secretos, pero seguro
(pienso, para consolarme)
les cabrá un celular en sus pequeñas manos.
(Casi los veo sonriendo.)
Hoy, sin embargo,
con un poco más de esfuerzo,
vendiendo la mitad de esta vida enferma
y alquilando la otra mitad
que ya está bastante manoseada,
vengo a darte la noticia.
Te traigo este fruto, amor mío.
Al fin, después de tanto restar y dividir,
nos conseguí un pedacito de tierra.
Es chiquito, sí, pero alcanza,
al menos, para que nos sepulten juntos.