Fernando Di Filippo

Se descubrió perdido.

El hombre se descubrió perdido, no en las calles de la ciudad nocturna, sino en un laberinto construido por siglos de recuerdos. Cada pasillo era un intento fallido de comprenderse; cada esquina, una fecha olvidada que reclamaba su antigua importancia.

Buscó la salida con el fervor de los condenados y encontró, en lugar de una puerta, un espejo. No devolvía su rostro, sino un infinito de rostros: el niño temeroso, el amante obstinado, el anciano que aún no existía, pero ya lo miraba con piedad.

Comprendió entonces que el laberinto no era un espacio sino un tiempo. Y que el espejo, más que reflejarlo, lo multiplicaba —no para confundirlo, sino para recordarle que el destino no es una línea, sino una geometría secreta que siempre vuelve al mismo centro.

No supo cuánto demoró frente a aquel espejo. Las horas —si es que aún existían— se plegaban unas sobre otras, como páginas de un libro que alguien había leído demasiadas veces.

La imagen multiplicada comenzó a moverse. El rostro del anciano avanzó primero, seguido por el del joven que nunca sería y el del niño que aún balbuceaba en la memoria.

Le hablaron sin palabras, con la silenciosa autoridad de lo irrevocable.

El anciano le pidió que aceptara el fracaso, porque sólo los derrotados conocen la verdadera forma del universo. El joven exigió revancha, como lo hacen todos los que creen que el tiempo es un arma.
El niño, ajeno a la tragedia, sonrió: era la única victoria posible.

El espejo vibró y se partió en un número incalculable de fragmentos. Cada uno contenía un mundo, y cada mundo una historia donde el hombre vivía, moría, amaba o se perdía. Comprendió entonces que el laberinto no buscaba atraparlo, sino enseñarle que el peor de los encierros es el propio nombre; aquello que nos define y nos condena.

Con un gesto torpe, extendió la mano hacia uno de los fragmentos. No eligió el más luminoso ni el más oscuro, sino un intermedio —un tiempo gris, tal vez— y sintió la tibieza de un amanecer que aún no había ocurrido.

Entró.
Y mientras el laberinto se cerraba a sus espaldas, supo que el juego recién comenzaba y que, al final de todos los espejos, lo esperaba otra vez él mismo.

 

( Continuará )

 

 

Fernando Guerra

24 11 2025