Hoy te vi.
Y no sentí nada.
Ni se me contrajo el culo,
ni se me erizó el vello del miembro,
ni me latió la sangre entre las piernas con esa urgencia de puta que tenías para mí.
Solo un silencio clínico,
el zumbido de una ampolleta en una habitación de hospital,
donde antes había gritos y olor a semen con sudor.
Te sentaste en la misma silla donde te abrías de piernas sin pudor,
donde te sentabas encima
y te inclinabas para que yo te lamiera el cuello
mientras te desabrochaba el escote con los dientes.
Hoy hablamos como dos testigos en un juicio que no importa.
Palabras huecas.
Gestos de autómatas.
Ojos que se miran el ombligo para no cruzarse,
como si el recuerdo de nuestras pupilas dilatadas fuera el de un arma cargada.
Ni una roca.
Ni la electricidad estática de cuando nuestras manos se buscaban debajo de la mesa.
Ni ese maldito temblor en mis muslos que era tu tarjeta de visita.
Pero mi cabeza
—esa perra traicionera con memoria de elefante—
todavía sabe.
Sabe el sabor exacto de tu vagina por la mañana,
ácida y salada.
Sabe el peso de tus tetas en mis manos,
cómo tus pezones se ponían duros como balas.
Sabe el sonido de tu culo,
húmedo y obsceno,
cuando cabalgabas con esa rabia que tenías por vivir.
Nosotros no hacíamos el amor.
Nosotros nos odiábamos follando.
Nos destrozábamos el uno al otro con la boca,
con las manos,
con los dientes.
Rompíamos la noche a mordiscos.
Sudábamos veneno
y nos lo bebíamos a sorbos.
Jadeábamos mentiras
que sonaban más ciertas que cualquier verdad.
Tu boca sabía a mí,
a mi pene,
a mis ganas.
Te la metí hasta el fondo en el baño de ese local
y te miré lagrimear,
no de dolor,
De pura
y dura arrogancia.
Te follé contra el muro frío de una escalera
y gemías como si te estuviera dando la vida.
En mi auto,
con los vidrios empañados,
te metí dedos por el culo mientras te venías,
gritando,
arañándome la espalda hasta sacarme sangre.
Fuimos mi pene en tu garganta en una carpa,
tu lengua en mi cuerpo en la cama de un motel.
Fuimos todo lo que no debíamos ser,
todo lo que nos prohibíamos,
y por eso nos sabía a gloria.
Fuiste mi carne,
mi agujero,
mi sumisión
y mi dominio.
Mi droga.
Mi pecado con olor a tu perfume
y a mi en tu piel.
Pero hoy,
aquí,
con tu café sin azucar
y tu aire de buena persona,
eres una extraña.
O soy yo el que finalmente está quizás \"limpio\".
Porque te miro,
te miro de verdad,
y mi cuerpo es un mapa donde tu nombre ha sido borrado.
No te reclames.
No te busco.
Mi miembro cuelga flojo e indiferente,
ni siquiera se inmuta con ese perfume que antes me ponía duro.
Ni siquiera me acuerdo de cómo era metértela por detrás mientras te jalaba del pelo.
Hoy no siento hambre por ti.
Ni sed.
Ni rabia.
Ni el más mínimo cumplido de deseo.
Nada.
Un vacío quirúrgico,
limpio,
seco,
perfecto.
Y eso es lo que de verdad te jode,
¿verdad?
Que el incendio que te quemó las entrañas,
que te dejó marcada a fuego,
que te hizo mía,
hoy no alcanza ni para calentar esta taza de café.
No te rechazo por rencor.
Te anulo porque ya no eres parte de mi biología.
Porque lo que tuvimos fue intenso,
creo,
fue una maldita guerra,
pero esa guerra terminó.
Y yo gané.
Porque sobreviví.
Hoy te vi.
Y no sentí nada.
Y por primera vez en mucho tiempo,
ese \"nada\" tiene sabor a mi.
El sabor de mi libertad.