Fernando Di Filippo

Sea esa ignorancia

Estuve allí, con ella y sin ella, en esa doble soledad que prescinde de los ojos y de la palabra. Ignorábamos —o fingíamos ignorar— que la noche no es el día, que los golpes dejan de doler cuando el destino ha decidido su última sentencia. Esperábamos el sufrimiento como quien aguarda la abolición de un trámite, con un fervor casi religioso. La mueca de la traición proyectaba su sombra fría: un simulacro de muerte. La recibimos, incluso la celebramos, y sin embargo no llegó. Como si la muerte, distraída, se negara a cumplir el favor mínimo que le pedíamos.

 

En ese silencio que releva al terror, se pueden contar los latidos, uno por uno, como cuentas de un rosario oscuro. El corazón golpea con la irregularidad de un péndulo descompuesto. El miedo —tan antiguo como el primer vertebrado— se derrama en los cauces del cuerpo, viscoso, pertinaz, empeñado en permanecer. Teme la expulsión inevitable, el amanecer en manos del verdugo de turno, ese humilde artesano de la muerte.

 

Un reloj de arena preside la razón. Sus granos marcan los senderos prohibidos del laberinto lógico: no sus salidas, sino sus callejones sin puerta. Confusiones: días que no fueron primero ni último; pensamientos que tantean la tiniebla como un ciego el mármol de una estatua; cruces sin Cristo en la mente.

 

Yo no sé. Hay quienes pretenden saber que cada lágrima de remordimiento redime un fragmento de nuestra condena. Esa condena de haber sido —sin destino ni coraje— un desdichado cualquiera.

 

Sea esa ignorancia, entonces, nuestra única y verdadera condición.

 

Fernando Guerra

23 11 2025