En ocasiones el leer en voz baja las líneas que describen los pasajes de una novela, de cualquier novela, ésta se convierte o suena como en una oración solitaria en que las imágenes nos invaden y nos hacen parte de ella.
Después de haber leído en filandés, o fines, “Ääskyset olivat jo menneet mutta kurjet auroittivat taivasta kaulat siorina...” ( “Las golondrinas ya se habían marchado, pero las grullas cruzaban el cielo en formación y con los cuellos estirados...”) en la novela “Purga” de Sofi oksanen, (Estonia, ex república de la Unión Soviética) me vino a la memoria que siendo niño y desde la azotea de mi casa me había acostumbrado todos los días a eso de las cinco de la tarde a mirar al cielo para ver, muy arriba, cómo dos cuervos cruzaban el cielo a esa hora y diariamente. Años más tarde, y hasta hoy, nunca he dejado de recordar ese hecho y es que, siempre lo he creído: la memoria se fija en la niñez y es lo que nos da la identidad. Lo primero que se aprende es lo último que se nos olvida y quizás sea por eso que cuando se van perdiendo los recuerdos es cuando ya comenzamos a despedirnos de uno mismo.
La literatura perteneciente al otro lado del muro de Europa, o del Telón de Acero, que es como se conocía hasta no hace muchos años a los países bajo el mundo comunista, no es aún muy conocida en la Europa occidental y es por ello que poco o casi nada se sabe de esa parte del continente y de los años de la oscuridad; sí se sabe, por el contrario, y porque aún se refleja en muchos aspectos de las personas que ya andan por Occidente, de los horrores que aún no han desaparecidos de las mentes de las personas que sufrieron o supieron directa o indirectamente de aquellos miedos. Todo ello es porque, naturalmente, se debió convivir en un sistema en que lo que imperaba era el lavado de cerebro y aún hoy podemos hallar huellas de esa mentalidad que dicen “soviética” pero que nunca se ha dejado de practicar en Occidente, en esta Europa, dicen, democrática aún hoy. Lograr borrar esas huellas implica también limpiar el alma de las personas.
Una de las primeras novelas que en mi juventud leí fue “Gulag”, de Alexander Sozhenitsyn, y en ella se leía qué eran los campos de concentración en aquella Unión Soviética comunista y de la cual el aparato político occidental nos “protegía” (y aún hoy creen que nos protegen) de la misma manera que hoy lo hace de lo que llaman el “radicalismo árabe o el islamismo extremista. La palabra “gulag” literalmente es un anacronismo para denominar a lo que fue en su momento la Dirección General de Campos de Represión donde encarcelaban a prisioneros políticos y que usaban como un mecanismo de represión a la oposición política al Estado, de todo esto el régimen franquista sabe bastante, y aún saben.
Antes de saberse, en Occidente, qué era el Gulag ya alguna vez se había oído de Siberia, pero todo a lo más como un punto geográfico de aquella gran Unión Soviética, - gran en el sentido de su espacio físico -, y también porque era, es, uno de los lugares más fríos del planeta. Al igual que para la escritora Sofi Oksanen que desde pequeña vio, oyó, escuchó y sintió la auténtica Estonia soviética, sinónimo de terror y represión, para aquellos abuelos los occidentales europeos, - y también occidentales aquí en esta España e incluso hasta más al sur del continente -, la infancia estuvo poblada de murmullos y de historias ajenas, quejas y lamentos; y ahí es donde la autora de esta novela, “Purga” intuyó y adivinó el valor de la mentira para poder simplemente sobrevivir. Ahí y entonces es cuando se conoció Siberia, ellos de una manera y nosotros, más alejados físicamente, de otra, y repito: para nosotros Siberia era, así lo conocimos al principio, como un lugar o espacio físico de aquella gran Unión Soviética.
Pero para ellos, los allí presente, Siberia era una palabra que solía estar en aquellos relatos que se referían a los miles de personas que “se habían ido a vivir allí”, y así se creyó hasta que en los años noventa del siglo pasado, el XX, se le empezó a llamar por su nombre, por su verdadero y terrible nombre: ¡deportación y exilio forzado!. Eran los años del miedo, de la soledad del alma, de las dudas, de las miradas esquivas y de todo lo que significaba dudas y más dudas para simplemente poder vivir. Por increíble que parezca esas dudas aún no han desaparecido del todo en las mentes de una mayoría de la población de detrás del Telón de Acero, de la otra Europa. Y no ha sido así porque, como dije, lo primero que hay que limpiar en las personas que sufre represión, soledad, miedos y silencios forzados es el alma y esto no se consigue ni tan siquiera en pocos años y de este hecho, del hecho de que no se logre borrar los miedos, quedan, probablemente, resquicios en la mente humana y que se lee o entiende cuando queda de por vida una frase incrustada en la memoria: “nunca se sabe”.
Este “nunca se sabe” queda, y quedará siempre, como una especie de continua protección contra algo que sucedió y del que no han podido desprenderse, de un tiempo que durante mucho tiempo fue presente continuo y del que cuesta alejarse, olvidar. Son, y esto lo sabemos quienes lo hemos sufrido y lo sufrimos, los efectos del colonialismo.