Hay atardeceres que no llegan para decorar el cielo,
llegan para decirte la verdad que evitaste todo el día.
Esa verdad que se esconde entre el pecho y la garganta,
esa que duele pero que, de alguna forma,
te mantiene vivo.
El sol se inclina lentamente, como si también le costara irse,
como si entendiera lo que significa soltar algo que todavía arde.
Y mientras el horizonte se enciende en tonos rojos y dorados,
yo siento que algo dentro de mí también está bajando la mirada,
recordando lo que fui contigo,
lo que quise ser,
y lo que nunca pude sostener.
Hay un silencio peligroso en los atardeceres.
Un silencio que no grita, pero cala.
Uno que te obliga a mirar hacia adentro
y a aceptar que hay amores que se apagaron
sin dejar de doler.
Porque a veces amar no es suficiente,
y eso… eso es lo que más quema.
Saber que diste todo,
que intentaste sostener el cielo con las manos,
pero aun así se te cayó encima.
Mientras el sol cae, pienso en ti.
En cómo tu nombre todavía cruza mi mente
como esas nubes que pasan desordenadas,
dejando sombras donde antes había luz.
Pienso en lo que fuimos,
en lo que prometimos,
en lo que se quedó suspendido en el aire
y nunca encontró un lugar donde descansar.
Y sí, duele.
Duele aceptar que ya no estás,
que tus pasos ya no buscan los míos,
que tus manos dejaron de temblar por mí.
Pero duele más saber
que aún guardo tus recuerdos
como si fueran estrellas que se resisten a apagarse.
El atardecer me recuerda que todo cambia,
que nada se queda para siempre,
que incluso los colores más hermosos
solo duran unos minutos antes de rendirse.
Y tal vez por eso miro el cielo
con una mezcla de nostalgia y rendición.
Porque entiendo que lo nuestro fue así:
bello, intenso, real…
pero destinado a extinguirse.
Sin embargo, entre lo que se va
siempre queda algo que permanece:
la forma en que un amor verdadero, aunque duela,
te enseña a sentir más profundo.
A veces, hasta demasiado.
Cuando finalmente cae la noche
y la última línea de luz desaparece,
me quedo ahí, parado frente a un cielo que ya no brilla,
pero que me deja ese eco silencioso
que dice que alguna vez amé con todo,
y que eso… aunque rompa,
también me salva.