Fernando Di Filippo

Mi Gato Wilson

Los animales, en su principio, fueron errores de la forma: colas desmesuradas, cabezas tristes, una torpeza que aún recordaba el caos. Con el tiempo se corrigieron, como quien enmienda un manuscrito.

 

Sólo el gato apareció concluido, tal vez porque ya estaba pensado antes de la creación. Camina solo y sabe lo que quiere; ese saber lo distingue más que su sigilo.

 

El hombre busca metamorfosis: ser pez, ser pájaro, ser otro. La serpiente ambiciona alas; el perro es un león extraviado; la mosca pretende la gracia de la golondrina; el poeta envidia la testarudez de la mosca.

 

El gato no. El gato es unidad: bigote y cola, presentimiento y presa, noche y ojo dorado. Ni la luna ni la flor alcanzan esa coherencia. Su figura es una sola línea —firme, elástica— como la proa de una nave que avanza sin testigos. Sus ojos son monedas antiguas: una ranura para que la noche pague su precio.

 

Es un emperador sin imperio, un tigre doméstico, un sultán de tejados. Cuando pasa, el amor del viento parece seguirlo. Pisa el mundo con cautela, como si sospechara de cada átomo, porque todo es indigno de su pie impecable.

 

No sos misterio, gato, o quizá lo seas con una claridad que no comprendemos. Todos creen conocerte: dueños, compañeros, colegas. Yo no. Yo no acepto ese pacto. No conozco al gato.

 

Sé otras cosas: la geografía de la vida, el archipiélago del tiempo, la botánica y sus extravíos, la matemática y sus dudas, los volcanes y su aliento, el azul arcaico del sacerdote. Pero no puedo leer a un gato.

 

Mi razón se pierde en su indiferencia; sus ojos, en cambio, parecen cifras de un oro inaccesible. Fuiste amigo o enemigo: lo ignoro. Vivo o muerto: también lo ignoro. Sólo sé, Wilson —ahora que la soledad es una patria definitiva— que al final entendí la amistad ritual que tus silencios me concedieron.

 

 

Fernando Guerra

22 11 2025