Somos peces en una pecera,
siete horas al día, cinco días a la semana.
Eso pienso, mientras la máquina ronronea
y las luces nos convierten en sombras repetidas.
Nos movemos en círculos,
siguiendo la misma trayectoria,
en la misma agua estancada de siempre.
A veces, alguno intenta nadar más rápido,
como si fuera posible atravesar el cristal solo con ganas,
pero termina volviendo al mismo punto,
arrastrado por la corriente invisible de los demás.
En esa rutina transparente, desde hace tiempo, algo está cambiando,
Lo noto en los silencios que compartimos,
en las miradas rápidas que se cruzan cuando buscanos juntos fisuras en el vidrio.
Esas fisuras,
en vez de parecer salidas hacia el exterior,
empiezan a sentirse como ventanas a las que nos asomamos para ver lo que pasa al otro lado.
El mundo que hay fuera tampoco está tan claro como creíamos.
A través del cristal vemos brazos caídos,
espectros que deambulan,
siluetas que solo buscan descanso.
Parece que ahí fuera el aire pesa mucho más que aquí dentro.
Es curioso, nosotros, peces encerrados,
nadando en la misma agua día tras día,
y aun así, sentimos la tentación de arreglar lo que no funciona fuera de nuestro control.
Quizá porque desde aquí todo se ve más lento, más definido, sin tanto ruido.
Vemos los desórdenes, las prisas, las heridas que la gente ni siquiera sabe que lleva en el pecho.
Y claro que lo intentamos,
Como si nuestras aletas, fuertes pero pequeñas, pudieran dar forma a un mundo que se deshace a golpes de prisa.
Como si desde dentro pudiésemos abrir las ventanas, para que lo de de fuera,
se contagiara un poco de nuestras ganas.
De vez en cuando, pienso que cada movimiento que hacemos, por pequeño que sea, genera ondas diminutas que consiguen traspasar la frontera.
En ese momento,
la pecera pierde su forma de límite y se convierte en mirador,
en un espacio desde donde observar con más claridad, entender sin ruido y ofrecer,
De alguna manera,
una calma que fuera parece escasa.
Intuyo que no vivimos atrapados,
ni tampoco perdidos,
pero en ese espacio suspendido,
donde las luces hablan y el tiempo se encoge,
tal vez somos la pausa que el resto necesita.