Gustavo Affranchino

Tsoreto 22 - Qué será de mí

EL INVESTIGADOR DE LA MÁSCARA DE PLATA EN...
Qué será de mí

 

Tsoreto era chico y disfrutaba entre sus dobleces salivosos de una historia llena de aventuras: la vida.  Siendo púber empezó a pensar en ello y arribó a la temprana conclusión de que vivir era como leer un sabrosísimo libro.  A medida que avanzaba, página tras página, sus ansiosos ojos leían complicadísimas situaciones.  A veces se detenía a meditar y arribaba a interrogantes durísimos de develar; algunas dudas existenciales, algunos pasos que no sabía seguro hacia dónde lo llevarían.  Pero siempre, dos, tres o diez hojas más adelante el problema se resolvía.  Tsoreto era niñamente joven y su fresca energía le permitía sobrellevar los dramas más severos, al menos para su edad.

Pasaron los años y el púber terminó de romper la cáscara.  Ya era un joven.  Había aprendido de sus experiencias anteriores, y cuando se presentaba un percance como aquellos que ya había vivido, sabía exactamente cómo solucionarlo.

Mas súbitamente un día, aunque esto que os voy a contar venía arrastrándose como una bola de nieve dentro del inconsciente de Tsoreto, su temprana teoría de la vida-libro comenzó a fallar.

Despertó cálidamente una mañana, acariciado por los primeros rayos de Sol que lograban inyectarse entre las maderas de la persiana.  Bostezó; miró el presente, era sábado y no tenía que ir a la escuela (él estaba en “ese” año, en el mismo que vos estás hoy).  Se lavó la cara y dispúsose a continuar leyendo el libro de la vida.  Pero cuando dio vuelta la página,





¡Estaba en blanco! ¡Sí!, la página nueva que hoy debía leer, la actual página del libro de su vida, estaba en blanco...

Cayó de nalgas sentado sobre la tapa del inodoro, boquiespántico abierto; corazónido; y empezó veloz y pensativamente a entender: la vida no era leer un sabrosísimo libro; era escribirlo.

Retrocedió unas cuantas hojas, y observó que cada oración, cada palabra estaba escrita con su letra.  Tantos años había estado escribiendo ese maravilloso libro sin darse cuenta...  pensando que sólo lo leía.  Miró el extremo de su amorfo brazo derecho y encontró asida por su mano una lapicera del color del tiempo.  Deslizó unos trazos sobre la hoja calmando el vacío expectante que la embebía, y comprobó que realmente era la misma con que estaban narradas todas las aventuras anteriores.

Cruzó por su perspicaz mente la idea audaz de ver la primera página del libro.  Lo hizo.  Las frases primeras estaban delineadas con otras formas; era la letra de su madre, que de a poco iba transformándose, renglón a renglón, en la tierna escritura de una mano nueva ayudada por otra; aprendiendo a escribir; a vivir.

Avanzó joven hasta el último punto, en esa hoja rebeldemente firme que hoy había despertado blanca, y comenzó a escribir lo que os cuento.  Besó en palabras el saber de que la pluma con que hoy narraba le había sido regalada por Dios.  Lo sabía.

Fue feliz.  Él podía escribir.  Él decidía como resolver las aventuras y es más, él elegía esas aventuras (aunque algunas venían solas nadando de algún otro libro).

Tsoreto sintió la libertad.

Tocó el momento de elegir una carrera, algo que hacer cuando grande.

Estaba confundido, o no muy algo; no conseguía descubrir su vocación.  Releyó unas páginas de su infancia y halló las vías por las que debía marchar el tren.

Sí, hiciera lo que hiciera, su vida estaría orientada a hacer el Bien.

“Hacer el Bien”.

Luchó y semipronto creyó pellizcar la tez del futuro que en un tiempo empezaría a escribir.  Así sucedió y Tsoreto fue policía.  Su hermano, guiado por la misma consigna, que compartían, trabajó de basurero y decenio después se dedicó a la carpintería.

Ambos escribieron hermosos libros de la vida.

Vivieron.  Tiliendo, luchando y amando.  Y ayudaron a muchos niños a escribir sus primeras páginas.

En próximas aventuras, el Investigador de la Máscara de Plata, continuaría haciendo justicia.