Era la dama más diestra
caminando con tacones.
Tenía la llave maestra
para abrir mil corazones,
y donde ponía el ojo,
arrasaban las pasiones,
dejándolas a su antojo
sin darles explicaciones.
Desafiaba con sus piernas
la ley de la gravedad
y hacía las noches eternas
entre calor y humedad.
Pero, qué casualidad,
un catorce de febrero
se enamoró de verdad
de un sonado caballero
de dinero y de postín
en todos los mentideros.
Le llamaban Valentín.
Vació su copa de un trago
y pidió otro daikiri,
cogió el acero curvado
y le hizo el harakiri
al vientre de su pasado.
Ella programó un opaco
futuro que no fraguó.
Él salió a comprar tabaco
y nunca más regresó.
Le dio la vuelta a la Tierra,
puso el cielo bocabajo
y, sin más, a bocajarro,
le dijo al azar que yerra
si cree no tener trabajo.
Contradijo la consigna
al impostor que se adula:
la dignidad es más digna
cuando el ego no la anula.
Recogió las intenciones
que se dejó en el olvido
y aceptó las condiciones
del contrato más prohibido.
Ya no le pasan revista
los pecados capitales,
ya no le cuenta finales
al cuento de los cuentistas.
Se olvidó de los consejos
que le daban los farsantes
que bruñían los espejos
con reflejos arrogantes.
Descolgó de la pared
el diploma de adversario
de aquellos que alguna vez
la cubrieron con sudario
y observó otro matiz
en los muros con un friso:
no da exacta la raíz
cuadrada del compromiso
que sangra por la nariz
un adiós sin previo aviso.
El tiempo le da un buen uso
a las palabras que calla;
en cambio, se hace recluso
de las que están en pantalla.