La normalidad es la meta final del fracasado,
del que dejó de soñar por cansancio,
del que cambió el vértigo por una silla cómoda
y llamó “madurez” a su rendición.
Ser normal es morir sin escándalo,
es firmar la paz con el vacío,
es dejar que el reloj piense por ti
y aceptar su dictadura de segundos.
El fracasado no siempre pierde,
a veces se acomoda,
se disfraza de equilibrio
y llama “vida tranquila” a su derrota.
La normalidad, esa cárcel pulcra,
te enseña a sonreír en automático,
a decir “todo bien” con el alma oxidada,
a vivir sin ruido, sin riesgo, sin fuego.
Y a veces,
cuando el silencio se alarga demasiado,
parece que todo eso,
no suena tan mal.