Amo a una mujer que escribe.
Parece hacerlo tersa y suavemente sobre un tapiz de colores,
en donde se mezclan los trinos de las aves y las risas de los niños.
Veo en sus palabras el brillo de sus ojos,
el bosque con ecos medievales,
la campiña del cardo renacido.
Su poesía se me presenta de pronto en puntas de pies
y se deja acariciar como una leve llovizna que pasa entre mis dedos,
delicioso obsequio con alas musicales de una dulce primavera.
Vocablos que son una suelta de palomas contra la siesta azul
del horizonte.
Quizás no sea más que un sueño que la leo.
Quizás no sea más que un sueño su sonrisa que aparece entre renglones
mensajeros, entre el humo del cigarro y la delicia de un café nocturno.
Usted me inspira, escribí alguna vez. Y lo sigue haciendo, por lo menos en esta noche
en que los rayos de la luna se filtran por entre el cortinado donde su imagen se desdobla
y se arrima a mi lado para leer juntos lo que tantas veces hemos leído.
Aunque no pueda hacerlo como usted lo hace, trato que mi pluma se esfuerce por atrapar los
latidos para ponerlos después de cada coma o insertarlos allí donde se pose su mirada.
Es la hora en que el manto negro se ilumina con fosforescencias lejanas y el pensamiento
naufraga en el mar de las nostalgias.
Pero es cuestión de volver a sus letras y dejo que sus poemas se ovillen dócilmente en mi regazo
y me entrego a ellos, a ella, y a su voz traída por la brisa que arremolina hojas y conforma
mi espejismo.
Derechos reservados por Ruben Maldonado.