Hay lugares que se quedaron
prendidos a mi mente.
Tardes interminables de tierra;
Juegos a la orilla del canal;
Campo, donde “rastrojeábamos”
las últimas sandias del verano;
No olvido las historias
alrededor del fuego de un velorio
en las noches de mi barrio.
Habían sensaciones de crecimientos,
muchas preguntas y aprendizajes;
Había miedo y alegrías colectivas;
Había un ignorado reencuentro
con raíces de los vecinos
que provenían de distintas latitudes
con sus sueños y sus manos.
Cómo no pensar en aquellos lugares
que forman parte de mí:
Esas calles de tierra,
los almacenes y la gente comprando;
“Las pichangas” interminables,
donde se jugaba al “último gol gana”…
Y la pedregosa calle
que unía al pueblo con el río,
donde encaminamos
las primeras aventuras
y salíamos a explorar
un mundo que se abría
en nuestras miradas.
El barrio nos dio
lo que necesitábamos:
abrigo, alegría, juegos, amigos…
Hoy, en la distancia,
siento que el tiempo
intenta borrar la memoria
y chispazos vienen y van,
en cerradas escenas
de mi infancia.
Es un tiempo que sólo
se puede describir,
rememorando trazos
de la gente de mi barrio.