Llevaba meses sola, tras el engaño de un viaje que debía durar un mes y que, para entonces, se había extendido a cinco. La distancia, en lugar de doler, representaba un respiro. La relación ya venía desgastada por discusiones frecuentes, nacidas de nuestras diferencias culturales, de edad y de formas de ver el mundo. Me había acostumbrado a los correos fríos y las llamadas esporádicas, y en silencio me preparaba para cerrar ese capítulo a su regreso. Pero también me costaba asumir lo que eso implicaba: estar sola otra vez, sumar otro fracaso.
Una tarde, recibí una llamada. Buscaban clases particulares de matemáticas para un joven que deseaba ingresar a la universidad. Era contador, y ahora quería estudiar ingeniería. Aunque mi agenda solo tenía libres los sábados por la tarde, acepté. Unos pesos más nunca venían mal.
Ese sábado, cinco minutos antes de la hora pactada, sonó el timbre. Al abrir la puerta, un hombre blanco, de cabello rubio cortado con sobria prolijidad, ojos color miel y una timidez que casi se podía oler, se presentó con una sonrisa. Era él, el de la llamada. Le ofrecí pasar a mi pequeño departamento, amueblado con lo justo: una mesa de comedor estrecha, una cocina modesta pero funcional.
Yo tenía entonces 26 años; él, 24. Aunque su edad me sorprendió, su porte y la forma calma con que hablaba lo hacían parecer mayor. Iniciamos las sesiones, y me bastaron unos minutos para ver que su base matemática era débil, muy débil. Habría que ajustar el cronograma, multiplicar las clases. Lo conversamos. Aceptó sin dudar, con una honestidad que me desarmó: sabía que estaba muy por debajo del nivel esperado para rendir un examen de esa magnitud. Y se lo estaba tomando en serio.
Los sábados se volvieron rutina. Clases tranquilas, siempre en la misma mesa, con el mate caliente al lado de los libros. Él llegaba puntual, vestido con camisas de marca, siempre bien planchadas, de telas suaves y colores sobrios. Era un detalle que no pasaba por alto. Me gustaban los hombres que se cuidaban en ese tipo de cosas: que prestaran atención a cómo vestían, a cómo se mostraban.
Entre ecuaciones y repasos, fuimos ganando confianza. Él hablaba de su trabajo en la empresa familiar, de su rol como hermano menor, y de los aportes que haría con la nueva profesión que se planteaba. Yo hablaba poco, pero algo contaba: de mis alumnos, de mi familia, de la segunda profesión que yo, como él, también estaba cursando. Sin buscarlo, construimos un pequeño refugio.
En una de esas charlas, ya sin medir tanto lo que decíamos, me lo soltó, casi en un susurro, mirando hacia su cuaderno:
—Siempre me costó relacionarme con mujeres… —hizo una pausa larga, como si esperara que dijera algo, pero solo lo miré—. No sé cómo hacerlo. Me pongo nervioso, no entiendo las señales… siento que voy a hacer el ridículo.
Sonrió con timidez, bajando la mirada.
—¿Nunca estuviste con alguien? —le pregunté con cuidado, más por acompañarlo que por curiosidad.
Él negó con la cabeza, casi imperceptiblemente.
—Tengo 24 años... y no, nunca estuve con una mujer. Me da miedo... no saber qué hacer, no estar a la altura, que se rían de mí.
Respiré hondo y le respondí con suavidad:
—Todo tiene su momento y su lugar. No hay que forzar las cosas solo por la edad. Cuando llegue la persona adecuada, todo se va a dar naturalmente. Lo importante es que sea con quien te haga sentir cómodo… y seguro.
Él asintió en silencio, con una expresión que mezclaba alivio y vergüenza. No dijo más.
Su honestidad era tan pura, tan desarmante, que lejos de incomodarme, me conmovió. No era un secreto compartido con vergüenza; era una entrega silenciosa, frágil, que confiaba en mí sin condiciones.
Y debo confesar que eso me inquietó de una forma inesperada. No porque me interesara sentimentalmente —era demasiado pronto para eso, y no encajaba en lo que yo buscaba: hombres admirables, seguros, que me empujaran a crecer—. Él no era de esos. Era del tipo que pasaría desapercibido en una sala. No estaba en mi radar. Y, sin embargo, despertaba en mí algo difícil de nombrar: una necesidad de responder a esa búsqueda muda de seguridad que parecía proyectar en mí. Algo se encendía cuando me miraba. Y yo no lo rechazaba.
Traté de no alimentar fantasías. Seguí enseñando con amabilidad y distancia, evitando roces innecesarios, cuidando cada palabra. La ética profesional no estaba en duda. No podía fallarme a mí misma.
Y así llegamos a la última clase. Me sentía orgullosa de su evolución, de su esfuerzo. Él me agradeció con sinceridad, y prometió contarme apenas tuviera el resultado del examen. No le di demasiada importancia; mis días eran un remolino constante. Y sin darme cuenta, llegó el siguiente sábado. No estuvo, como de costumbre, cinco minutos antes de las tres. Tampoco pasaríamos las siguientes horas entre ejercicios y risas.
Fue ahí, en ese hueco de tiempo, que lo sentí. Lo extrañaba. Extrañaba su sonrisa tímida, su mirada honesta, esa forma torpe y dulce de agradecer. Había sido buena compañía. Y ahora… ya no estaba.
Ensimismada en mis pensamientos, me sobresaltó el sonido del timbre. Ring... ring...
Caminé hasta la puerta. La abrí. Y allí estaba. No decía nada. Solo me miraba.
Y yo tampoco hablaba.
Se acercó. No con decisión, sino con una lentitud segura. Yo no retrocedí. Sus labios rozaron los míos en un beso mínimo, pero inmenso. Sus manos temblorosas buscaron mi cuerpo, y las mías lo guiaron. Otro beso. Otro roce. Nos reconocimos, finalmente, sin palabras.
Llevaba puesta una camisa que me gustó más que todas las anteriores. Celeste claro, de textura sedosa, con los puños apenas doblados. Mis dedos comenzaron a desabotonarla con lentitud, uno a uno. Me detenía en cada espacio abierto para acariciar con la yema la piel apenas expuesta. Sentí cómo se le erizaba, y ese estremecimiento, más que cualquier gesto, me reveló todo lo que él también venía conteniendo.
Yo tampoco podía disimular lo que sentía. En ese momento, los latidos se me salían por los poros. Era imposible callar los pálpitos que me atravesaban el cuerpo. Cada roce, cada centímetro de piel descubierto, era como una chispa encendida en una tormenta contenida.
Él no necesitó más que el instinto puro, animal, para seguir el ritual. Y yo, que me creía racional, sentí algo más poderoso que el pensamiento: el cuerpo. Flotamos. Nos fundimos.
Y justo cuando por fin me sentí viva, mujer con gozo…
Ring… ring…
Abrí los ojos.
Él no estaba.
Nunca estuvo.