Gustavo Affranchino

Tsoreto 21 - El hotel

EL INVESTIGADOR DE LA MÁSCARA DE PLATA EN...
El hotel


Surcaba feroz el Pampero al tibio nubarrón de calma que cubría las sierras.  De tanto en tanto.  Escurriéndose espontáneos de entre las nieves albóreas que flotaban cirradas al cielo, diez sablazos de sol, quizás once, conseguían rasar la superficie vegetada.  Verdes y amarillos maquillaban la tez de Pacha Mama.  Ojos pintados de lago, embarradas mejillas y la mano bien en lo alto abierta hacia el Sol criollo hoy naciente que acostumbra enmorenarla.  Un puma audaz, desde el abra, rastreaba exacto el raudo andar de un bólido plateado por la ruta 33.  Conduciendo el veloz automóvil, hallábase Tsoreto; sí, nada menos que el Investigador de la Máscara de Plata en cumplimiento del deber.

Lo llevaba a esos rumbos un encargo algo urgente del juez de Dolores: habían raptado a su hermosa hija.  Después de investigar entre pistas ingeniosísimamente, Tsoreto relacionó unas pequeñas partículas de tela brillosa color morado con el Graff Spee.  Así es; analizando al microscopio la estructura del tejido, olió su mente la posibilidad de deducir la conformación de la pieza.  Valiéndose de fotoelastímetros sensibles, formados por láminas de yodo-quinina traccionadas preparadas en su propio laboratorio, arribó a la tesis de que los filamentos pertenecían a una corbata.  Recordó entonces aquella imagen del cráneo destrozado, casivacío de cerebro, acolchado sobre la seda interior del féretro que contenía los restos del capitán del barco alemán hundido en aguas del Río de la Plata durante la segunda guerra mundial.  La cabeza del jefe del Graff Spee veíase unida al tronco por el cuello (lógicamente), quien vestía una extraña corbata “morada”.  Dirigiose pues a Villa General Belgrano, en la provincia de Córdoba, sitio de refugio de varios oficiales germanos, y se enteró en un museo de que solamente el uniforme del capitán poseía la hipotética corbata, el uniforme de gala.  Averiguó más adelante, mas bien oyó el comentario descabellado de que el capitán no se había suicidado, como figuraba en el historial de la policía federal tipeado por sus propios dedos.  Supo luego que los marineros del navío se habían asentado en Pigüé, Sierra de la Ventana y zonas aledañas.

El paso siguiente consistió en, previa autorización del juez (no el involucrado), allanar la tumba del capitán, ubicada en el cementerio de La Recoleta.  Descubrió allí, bajo la tapa del enmohecido cajón, con sospechada sorpresa, que al cadáver putrefacto cuasi totalmente esquelético, le faltaba la corbata morada que pendía de su cuello el día del entierro.

Funcionaron entonces los choricetes lipidosos ahora limpios que servían a Tsoreto de extremidades inferiores, logrando un gomoso trote rápido, socorridos por una expulsión peduna (con juguito para aumentar la cantidad de movimiento del fluido), hasta arribar a las cercanías del móvil que lo transportaría a la región de Ventania.  Llave.  Acelerador.  Y en marcha.

Diluyose el viaje entre caminos suaves bordados de pinos y cipreses, convirtiendo al crujiente asfalto bajo los neumáticos en grisácea música silenciosa.

Y llegó.  En un depósito municipal halló los planos del pueblo y empezó a desenmarañar el crimen nadando entre ellos.  Las cotas de intriga iban siendo escaladas y derrumbados los muros que encerraban el misterio.  Hoja tras hoja, abrió por fin Tsoreto la puerta que empalmeraba la marea criminal.  Olas de furia preguntística bañaban ya los acantilados cerébricos del investigador.  Corchetes de insomnio despertarían muchas noches quizás, intentando desenmascarar... aliviar el ansia justiciera que rugía.  ¿Implacable?

Implacable.

Asió así Iemepé el plano del antiguo hotel, derruido hoy por el tiempo y algún fuego malintencionado.  Avanzó ante campos de noche hasta llegar al lugar indicado en el mapa.  Frenó; el aullido de un muro escalofrió las estrellas que interrumpieron su titilar mientras la Luna se ocultaba tras un nubarrón oscuro.  Tsoreto cerró fuerte la puerta del auto cortando sin darse cuenta el tallo de un pasto que lo espiaba.

_Lo hubiera mordido de no ser porque no tengo boca -balbuceó la planta desde sus cercenados estomas.

Una “C” gigante de ruinas armaban los andamios y paredes del olvidado hotel.  A la entrada, dos ménsulas de miedo carcomido por el óxido soportaban el peso del frontispicio.  Tsoreto volteó su rostro y enfocó la larga pirca que antecedía al mástil sin bandera.  Parpadeó, enganchando sus grasosas pestañas (aunque limpias), y al abrir sus ojos nuevamente vio... o imaginó la silueta de un estandarte germano flameando tenebroso.  Miró bien, y había desaparecido.  ¿O nunca habría estado allí?

Que raro...

Penetró con cuidado a la construcción.  Del techo sobrevivían sólo algunos bloques, trabados entre los firmes travesaños de acero.  El saqueo había desnudado las escalinatas de mármol convirtiéndolas en pudorosas rampas.  Ventanales de aire y puertas de frío enclaustraban a los teneblosos sótanos.  Falta haría que encendieran las medusientas calderas para entibiar aquel ambiente impar de acogimiento.

Comenzó a descender y los tablones añejos gruñían.  Luego de pisarlas, unas bisagras nerviosas chillaron de dolor.  Temiendo tembló su rodilla derecha y Tsoreto la reprendió: _No pareces la rodilla de un policía -Exclamó impostando la gruesa voz.

Pero la rótula sentía el peligro y volvió a temblar.  Reclinó enojado la cabeza y captó de reojo a través del hueco de su deforme axila una figura macabra que lo apuntaba sigilosa.  Instantáneamente viró el flanco contra el misterio alertando: _Quieto; pol -terminar no pudo sus palabras porque una bala supersónica incrustósele en el cuello taponándole la tráquea.  Al momento, tal vez guiado por el destello doloroso del desgarro cárnico, nuestro amigo gatilló su arma incrustando el tiro bajo el párpado derecho del delincuente.  Casi no hubo grito, mientras trozos de cerebro desbordaban de su frente al segundo martillazo.  Las entrañas neuronales caían salivosas, como pendiendo de un cordón de sangrienta mucosidad... de un filamento... de un delgadísimo hilo transparente hasta que, se cortó.  Y el seso reventó contra un musgoso ladrillo del suelo.  Tsoreto lo vio como en cámara lenta.  El oxígeno de sus poderosos pulmones escaseaba.  No podía respirar.

Inspirado por la inspiración que le era imposible realizar, agarró una astilla de destrozado cristal y perforó sus vías respiratorias bajo la herida.  Manteniendo abierto el orificio con tres de sus amorfos dedos, renovó el aire de su cavidad torácica.  Con dificultad se acercó al tibio cadáver y controló sobre su pecho la presencia de una corbata embebida de plasma sanguíneo.  Escupió una poca de su baba detergente, la frotó, secó con ciertos pelos que arrancose de debajo del brazo y comprobó que la también desgarrada corbata era: morada.

A veinte pasos palpó una momia que se movía.  También hacía ruidos como quien habla con la boca tapada.  Desvendola pues rápidamente y sí.

Era la hija del juez.  Ilesa.  Llorando al ver a su raptor tendido sin vida sobre el helado piso.  Era el juez; el padre de la hermosa niña y además el sobrino del suicidado capitán alemán.  _¡Cómo pudo escapárseme ese detalle! -razonó Iemepé dolorido.

_El mismo joven que se veía tan disgustado conmigo aquel lejano día del entierro.  Ya capisco, todo este lío fue contra mí; ¿Pero su hija?...

_Mi papá era un malvado -confesó lagrimienta.

Tsoreto suspiró aliviado; había hecho justicia; lo sentía.  Aunque ese suspiro surgía de su ahora respiración anásica.  La sangre también brotaba a charcos de la carótida del detective.  Inclinó su faz viendo la inmensa laguna hemática que lo rodeaba.  El ardor resultaba demasiado profundo.  Sintió una opresión en el pecho mas la contuvo.  La joven quiso cargarlo para transportarlo hasta el hospital.  Pero Tsoreto miró al cielo desde el sótano y lo vio celeste aunque era de noche.  Percibió la belleza de una luz en lo alto.  Cada vez más cerca.

Y Tsoreto murió.