JUSTO ALDÚ

A MI MAESTRA

 

A MI MAESTRA

Maestra,

usted fue la primera constelación

que entendí sin mirar al cielo.

Entre sus manos,

las letras eran pájaros tibios

que me enseñaban a volar despacio,

como si cada sílaba tuviera

el latido secreto de un ala naciendo.

 

Yo, niño todavía,

me quedaba mirándola

con el asombro prendido en los zapatos,

porque su voz tenía

el sabor de las mañanas recién hechas,

y su mirada —oh, su mirada—

era una ventana que abría mundos

en los que yo cabía completo.

 

A su lado,

las palabras crecían como árboles de azúcar,

y la tinta olía a esperanza,

a sol derramado sobre un cuaderno lento.

Usted me enseñó que leer

era tocar el alma de otro

sin quemarse,

y que escribir

era dejar una huella de luz

en un lugar donde antes había sombra.

 

Sí, maestra,

yo estaba enamorado de su magia,

de esa forma suya de convertir

cada tarde en una aventura

y cada cuento en un puente

que me llevaba más lejos

de lo que mis pasos pequeños podían.

 

Hoy, desde este recuerdo que aún vibra,

le digo que sigo siendo su niño:

ese que quería aprenderlo todo

para no perder jamás

la música de su risa,

ni el eco de sus palabras

tocándome el corazón

como si fuera una campana feliz.

 

Porque usted, maestra,

fue mi primer milagro escrito.

Y todavía,

cuando tomo un lápiz,

siento que su mano guía la mía

como una luz suave

en la madrugada de mi historia.

 

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