A él, el sol lo despedazaba.
No importaba la sombra,
ni el techo,
ni la noche fingida con mantas negras;
la luz encontraba su piel
como un verdugo que jamás descansaba.
Ardía.
Y el ardor no mataba.
Ardía.
Y tampoco envejecía.
Era el espectáculo de la ciencia:
funcionarios con batas blancas
registrando cada llaga,
anotando su silencio,
preguntándose qué clase de error divino
resistía tanto sufrimiento
sin romperse nunca.
Él pedía morir.
Una enfermera,
una entre tantas,
lo miraba distinto:
no como experimento,
sino como a un hombre que aún podía ser salvado.
Le mostró la salida
como quien abre una grieta en la realidad
y le dijo, con una fe que parecía antigua:
“Hay un sitio donde el sol no existe.
Si llegamos hasta ahí, tu dolor terminará”.
Caminaron días enteros,
a paso recto,
sin desviarse un milímetro de la línea imaginaria
que ella llamó rumbo a \"La pared del mundo\".
De día, ella lo cubría con telas húmedas,
con hojas, con sus manos;
nada bastaba, pero lo intentaba.
Y en las noches,
él descansaba por primera vez,
mientras conversaban
como si el amanecer no fuera un enemigo.
Cuando por fin el mundo quedó solo,
cuando la civilización se volvió humo en el horizonte,
cuando no existían más caminos
que la respiración de ambos,
ella se detuvo.
“No existe ese lugar”, dijo.
No había rabia.
Solo certeza.
Sacó un cuchillo como si revelara un decreto antiguo
y se lo hundió en el pecho,
sin temblar, sin duda.
“Nadie te llevará a la oscuridad verdadera”, murmuró.
“Solo yo”.
Y él comprendió, mientras caía,
que a veces la única sombra posible
no la da la tierra,
ni el cielo,
ni el universo,
sino la mano que elige apagarnos
hasta que el sol, al fin,
oscurezca.