Algunos olvidos
no padecen de amnesia
ni dejan puertas cerradas.
Algunos
son temporadas de calma,
donde el tiempo,
va despacio
ordenando la casa
y etiquetando todo
con su nombre de siempre.
Hoy, por ejemplo,
la tarde fue la tarde,
y no la caravana
de fúnebres pájaros
típicos marchando
hasta la última brasa
encendida del horizonte.
El domingo pasado
ya no fue el abismo
socavado de nostalgias,
donde yo de algún modo,
inevitablemente caía.
Y en medio de eso,
de pronto no sos vos
ya la urgencia,
ni la piedra en el camino,
no sos ya
la sirena que irrumpe
y parte en dos
la soledad de la noche.
Se ha vuelto todo costumbre.
Un paisaje en la ventana,
la silla en la esquina
que ya no busco,
el fantasma de tu retrato
dibujado en el muro.
Y yo creo, quizás, que es
porque me conviene creerlo.
Que te has ido lavando
y lavando
entre tantas
y tantas esperas
palideciendo de a poco
cómo se va el azul
a mi camisa favorita.
Así que yo me convenzo
de que ya no estás.
Que acá,
finalmente,
no queda nada
solo una casa vacía.
Aunque a veces
presiento.
Que tu ausencia y mi silencio
hicieron un pacto cobarde
a mis espaldas.
No se han ido.
Solo aprendieron
a caminar despacio,
a no hacer ruido,
a esconderse en la agenda
y en las hojas del calendario,
Para que yo, confiado,
siga creyendo
que de algún modo
te voy olvidando.