Recuerdo su sonrisa, rara, como siempre al borde de la burla. Sarcástico. Nada atractivo. Jamás me había hecho la idea de tener ningún tipo de relación con él. Es más, en ese grupo de estudio había otro compañero con quien sí flirteaba abiertamente.
Creo que, en el fondo, me daba un poco de pena. No imaginaba que pudiera tener pareja. Yo pensaba… No ha sido muy afortunado en la repartición de belleza ni de simpatía.
Esa tarde, como muchas otras, estudíabamos los tres: Jaime, Carlos y yo.
Jaime era el mayor del grupo, tenía 28 años. Flaco, tanto que a veces me incomodaba. Siempre pensaba que me hubiese gustado engordarlo un poco, solo para que se viera más sano, más atlético. Era rubio, de ojos claros, muy inteligente. Me gustaba su forma de razonar cuando desmenuzábamos los capítulos más tediosos de Estática y Mecánica.
Pasamos meses así, cómplices, insinuando algo que nunca ocurrió. No sé por qué.
Yo no me hubiese animado a dar el primer paso, y él… tal vez me respetaba demasiado.
O quizá, simplemente, nunca fui de su interés.
La verdad es que no lo supe entonces, y ni hoy puedo afirmarlo con certeza. Porque sí, me gustaba. Mucho. Y nos llevábamos de maravilla. Pero claro… yo era una mujer divorciada, con dos hijos pequeños, con 26 años, bien, pero golpeada por el amor.
Tampoco era una condición ideal.
Tal vez por eso no pasó. Porque nos queríamos demasiado como para ser un simple “pasar”.
Carlos, en cambio, tenía mi edad. Alto, con algo de sobrepeso. Trato de recordarlo entero, pero lo que más se me viene a la mente es su sonrisa: esa sonrisa burlona que, siento, aún hoy se ríe de mí.
La verdad es que, como se hizo tarde, Carlos me acompañó en el bus de regreso. Durante el viaje, conversamos de cosas sueltas: exámenes, profesores, cualquier tema que hiciera más liviana la jornada.
Llevábamos ya más de hora y media de viaje, y él me dijo:
—¿Bajamos a comer algo?
Habíamos merendado muy temprano, y lo cierto es que tenía hambre. Lo vi como una buena idea. Además, la charla fluía, y había algo en el ambiente —esa mezcla de cansancio, cercanía y noche tibia— que me daba cierta calma.
Bajamos en una zona que conocíamos, entramos a una lomitería cualquiera. Pedimos dos lomitos y una botella de agua grande para compartir. Nada romántico, nada fuera de lo común. Pero mientras comíamos, me llamó la atención su forma de mirarme. Sin burlas, sin ese sarcasmo permanente. Me miraba… distinto.
Cuando salimos, me dijo:
—¿Querés que caminemos un poco antes de subir al próximo colectivo?
Acepté. No tenía apuro. Y por algún motivo que aún no entiendo del todo, tampoco tenía ganas de volver a casa.
Al caminar, se adelantó unos pasos. De pronto, giró sobre sí mismo y se colocó justo delante de mí. Lo hizo con tal rapidez que no llegué a entender qué estaba pasando… hasta que sentí sus labios sobre los míos.
Fue un beso corto, sorpresivo. Casi torpe.
Ni siquiera tuve tiempo de decidir si quería esquivarlo.
Y sin embargo, no me moví.
Lo miré. Él bajó un poco la cabeza, tal vez esperando un reproche, o que me riera.
Pero no dije nada.
Solo lo miré.
Y él volvió a besarme.
Esta vez fue más lento. Más consciente. Yo tampoco me detuve.
Había algo en esa noche, en esa cercanía sin propósito, en esa ternura escondida detrás de su eterna burla…
Que me desarmó.
Yo no podía creer lo que estaba pasando.
Era como si estuviera viendo una película, una en la que sabía perfectamente que él no era el protagonista. Nunca lo habría imaginado en ese lugar.
Y, sin embargo, ahí estaba.
Besándome.
Lo que más me desconcertaba era que me gustaba. Me sorprendían sus besos: suaves, firmes, auténticos.
Y me gustó también su altura.
La forma en que tuvo que inclinarse para alcanzarme.
Cómo, casi sin darme cuenta, empecé a ponerme en puntas de pie, buscando que nuestros labios se encontraran con más comodidad.
Ese pequeño gesto físico —tan simple, tan real— terminó de vencer cualquier barrera que me quedara.
Más aún me sorprendía la manera en que me tomaba.
Con una decisión, una firmeza... que hubiera sido inútil negarme.
No porque me forzara, sino porque no quería resistirme.
Su cuerpo hablaba con una claridad que me atravesó por completo.
Y yo, simplemente, me dejé llevar.
Cuando separó sus labios de los míos, realmente me sentí molesta.
No lo dije, pero lo sentí. Quería seguir.
Era tan intenso como inesperado todo.
—¿Todo bien? —me preguntó.
—Claro que sí. Todo bien. Demasiado bien… o no —respondí, aún entre el desconcierto y el deseo.
Nos miramos, como midiendo el entorno. Estábamos en la vereda, bajo la luz tenue de un farol.
—Iremos en taxi —dijo él, seguro.
—Muy bien —contesté, sin dudar.
Hizo un gesto rápido con la mano y detuvo el primer taxi que pasaba. Subimos.
Yo todavía sentía el pulso acelerado. Su proximidad me alteraba, pero me tranquilizaba a la vez.
No entendí bien qué le dijo al chofer. Habló bajo, rápido. Pero definitivamente… no era la dirección de mi casa.
Me recosté en su pecho, intentando no pensar demasiado.
Pero en el fondo lo sabía: tampoco quería ir a casa.
Ese día aprendí que nada es lo que parece.
Que los prejuicios ciegan, limitan.
Que la belleza física poco tiene que ver con la entrega, con la pasión, con el deseo.
Y que a veces —muy pocas— el cuerpo decide por nosotras.
Fue increíble.
Sincero. Intenso. Inesperado.
Como él.
Como esa noche.
Como lo que nunca planeás… y no podés olvidar.
Volvimos a estudiar otras tantas veces después de eso.
Seguimos siendo buenos amigos.
Alguna vez me volvió a invitar a salir, pero nunca más accedí.
Ya no era necesario.
Yo había aprendido la lección:
el recuerdo de ese aprendizaje…
y de un momento único.