Muchedumbre
(de Wcelogan)
Enhorabuena ha llegado la noche. Apenas cae, el mundo recuerda su deber de callarse, y un descanso antiguo —casi sagrado— se posa sobre mí. En ese sosiego descubro una gracia clandestina, un obsequio dejado por manos invisibles para recordarme que, lejos del ser humano, persiste algo que se parece a la paz.
A veces creo que no merezco esta serenidad caída del cielo, que debería seguir entre macetas, puliendo hojas como quien vigila sus heridas más viejas. Pero aquí estoy: extranjero de mí mismo, ermitaño sin votos entre montañas que escuchan y aves que, sin saberlo, velan por mi quietud. Hay un pacto tácito en este paisaje: la vida insiste, aunque uno ya no tenga prisa por pertenecer.
Sería tan simple no volver. Evitar esa rutina asesina que devora con modales de oficina y escupe con el desdén con que se desechan las cosas sin dueño. Sería tan tentador entregarme a la distancia, dejar que la lejanía me adopte como a un hijo tardío. Y, sin embargo, permanezco aquí, aferrado al brazo de la soledad con la devoción de quien acompaña a una mujer indómita: hermosa, imposible, dueña de una ternura capaz de herir con precisión divina.
No es un matrimonio —ni lo será—. La soledad no exige fidelidad; exige presencia. Camina a mi lado con un ritmo que solo los náufragos saben imitar. Conoce mis sombras, mis grietas y mis abandonos, y me ofrece algo que nadie más puede darme: un espacio donde existir sin máscaras.
Y entonces lo comprendo: no huyo de la vida, sino de la muchedumbre de la prisa. Es allí, en ese tumulto ansioso y ciego, donde se derrite el alma. Aquí, en cambio, en este exilio voluntario que la noche me concede, descubro que soy un poco más verdadero, un poco más mío, y apenas un poco menos solo.