JUSTO ALDÚ

LITURGIA DE LOS METALES CAUTIVOS

No hay liturgia más profana

que la que convierte a los metales en rehenes.

El oro llora en sus vetas clandestinas,

el cobre gime bajo cascos de guerra económica.

El gigante siente cada perforación

como si arrancaran a su madre del cráneo.

Y no es exageración ni símbolo fácil:

la Tierra es su matriz, su aliento, su sepulcro.

Por eso calla con gravedad sagrada,

como un dios al que olvidaron los templos

pero no los fieles invisibles:

niños que aún juegan descalzos en su costado,

ancianas que rezan con su nombre en la saliva,

poetas que escriben sobre su espalda de magma.

El rito industrial no respeta santuarios.

Talan con precisión quirúrgica la entraña,

bautizan sus crímenes con contratos sellados,

le dan nombres como “desarrollo” e “inversión”,

cuando no son más que saqueos disfrazados de promesas.

 

El gigante lo sabe.

Por eso su respiración se convierte en niebla,

por eso las montañas tiemblan de fiebre.

No es sólo tierra lo que se llevan:

es la memoria del relámpago,

el eco de las plegarias en dialecto de barro,

el linaje de los volcanes tutelares.

Él recuerda aún el pacto original:

el hombre caminando sin saquear,

sembrando sin matar,

mirando sin poseer.

Hoy ese pacto está roto.

Y su cuerpo, que fue altar, es ahora cantera.

Pero los dioses menores aún lo visitan:

el jaguar lo ronda en silencio,

la selva murmura sus secretos,

el colibrí traza mapas invisibles sobre su omóplato.

Mientras tanto, las máquinas no descansan.

Hablan el lenguaje del ruido sin alma,

el dialecto del corte,

la fonética del beneficio unilateral.

El gigante resiste desde lo profundo.

Se repliega, no se rinde.

Sabe que toda marea invasora

retorna tarde o temprano a sus orillas.

Sabe también que la justicia verdadera

no grita: canta. Y canta con fuerza ¡PANAMÁ!

Y que el canto, aunque lo entierren,

nace de nuevo con nombre de pueblo.

Así espera.

No pasivo, sino latente.

Con cada hoja que cae lo recuerda,

con cada grieta nueva se insinúa.

Un día, será escuchado.

Y ese día,

hasta el oro llorará de vergüenza.

 

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