Papá dijo que estaba cansado,
pero su voz pesaba más que las palabras.
Había algo en su mirada,
una sombra antigua
que yo ya había visto antes.
No habló de muerte,
pero el aire se volvió denso,
como si la casa entera
sostuviera la respiración.
Mamá habló sin temblores,
dijo que tal vez se iría,
que había encontrado otra forma de vivir,
otra historia donde no entrábamos todas.
Y yo, sin saber si llorar o gritar,
solo pensé.
Pensé hasta dolerme.
Mi hermana tiene a alguien que la espera,
un lugar donde quizás el miedo no llega,
y a veces la envidio por eso,
por poder marcharse sin romperse.
Yo me quedo con los ecos,
con los “quizás” y los “si hubiera”.
Con el reloj que no se detiene,
y la cabeza que no deja de girar.
Soy hija del silencio y del exceso,
la que entiende más de lo que quisiera,
la que escucha lo que nadie dice,
la que imagina todos los finales
porque teme que uno de ellos ocurra.
Y mientras todo se deshace,
yo sigo aquí,
tratando de no pensar,
tratando de no ver,
tratando, simplemente,
de seguir respirando.