Este asunto de quererte
así, sin destinatario,
ni acuse de recibido,
digamos que ya hace tiempo
se me fue de las manos.
Se ha hecho una autopista
atestada de sentimientos
que vagan sin destino
por las noches;
y por las mañanas
solo buscan
un rumbo,
un destino fijo,
esa laguna mansa
que parecen ser tus ojos.
Mis palabras llenas de promesas
son pasajeras de todos los días.
Todos los días pasan y repasan
como las viejas rutas de esta ciudad:
Quizás solo para disfrazarse
de un lenguaje conocido
colarse en lo cotidiano
de una simple calle,
de la esquina de tu duda,
pescando alguna casualidad
de encontrate,
y aparcar así en la estación
precisa de tu memoria.
Es más un sentido
de permanencia,
de trascender,
lo que buscan.
No escaparse
como los pájaros suelen escapar
de un desolado paisaje.
Porque hoy, de repente,
me he sentido
encaminado
a una consecuencia
de los días;
una consecuencia
que va ahí, encadenada
a la marcha incesante
e inclemente del tiempo.
Al tiempo que hoy me separa de vos,
al tiempo que se repite
cada segundo como un eco
en el que la única
diferencia entre uno y otro
es que en cada nuevo segundo
estoy más viejo, más sordo
y más cansado,
con menos fuerzas
para este oficio de quererte.
Pero algo,
no me preguntes qué,
permanece inamovible.
Testarudo.
Esperando.
Uno se dice
que si la espera es tanta
será porque valdrá la pena.
Quizás,
para cuando llegue la respuesta,
yo ya me haya ido.
Qué más da.
Que otro lo cuente.
Que alguien le diga al mundo
(con voz bajita, para que yo no oiga)
que sí,
aquello que yo esperaba
valió la pena.