Noches largas, desvelo en la sábana, lágrimas que endurecen como roca su almohada; colchón de vidrios rotos, suéter como una horca, los sentimientos estancados en el esófago como estación de descanso de carretera. Sudor frío entrando en cada poro de la piel, la mente intentando ignorar el desorden, haciéndolo a un lado como se echa la ropa no doblada de la cama al suelo, haciendo que su estabilidad tropiece con cada pensamiento.
Respiración hostil: cada inhalación pareciera llevar diamantes pequeños que rasgan sus pulmones, mismos que se expanden tanto, enojados por el corazón, desgastando las costillas como una lija de carne y sufrimiento.
El corazón sangra, corre una carrera sin meta, haciendo que el dolor se sienta por cada rincón de sus adoloridas venas; corazón que colapsa a cada rato sin poder rendirse de a poco por su función biológica mediocre.
Su ilusión quedó ahogada en la decepción; lo que con tanto amor armó y con tanta ilusión planeó terminó siendo un regalo hacia sí mismo, pues él solito se regaló su florero fúnebre. Noches sin dormir, cuerpo cediendo ante el cansancio y corazón cobarde que, temiendo quedarse solo, comienza a golpear el pecho, haciendo que despierte su adolorido cuerpo. La cara dura por las lágrimas secas, el pelo grasoso pues la suciedad de adentro termina afuera; su olor como perfume de su propio cadáver en descomposición, y el descuido, un universo que no rechaza la operación. Su cuerpo sin energías, días sin comer y vomitando lo que su estómago exprime; estómago cobarde que se agarra líos ajenos y termina pagando las facturas de un corazón roto. Sin una gota de agua, llorando en desborde, expulsando lo que no tenía: debilidad corporal y el alma como yunque que lo ancla a su cama.
Ojos hinchados por llorar, el brillo de sus ojos enamorados convertido en brillo de lágrimas retenidas, como un faro lejano pidiendo un S.O.S. en código Morse. Tarde se acuesta y, más allá de su cansancio, siente cómo su corazón falla; siente como un engranaje se parte y trata de seguir funcionando, desgastando las piezas cercanas. Siente cómo por ratos el motor quisiera apagarse, pero no puede desobedecer a la naturaleza. Duele: cada latido se siente como una lija del alma que desgasta poco a poco las ganas de vivir, como un puñetazo en las arterias, comprimiéndolas y expandiéndolas constantemente. Él, sabiendo que su fin está cerca, sabe lo que se viene. Suspira, un suspiro de alegría resignada, una lástima como quien ayuda a un perro cojo. Pone una cara de ternura, como quien le habla a su mascota, e intentando aliviar su propio dolor se toca el pecho y siente cómo su corazón retumba como tambor de marcha fúnebre.
Acaricia su pecho con una delicadeza milimétrica, la misma delicadeza con la que acarició el cabello de la dueña de su herida, con el mismo amor de una madre primeriza, usando sus dedos como pequeñas agujas con anestesia, intentando aliviar su corazón que falla. Caricias tan suaves como quien toca a un desahuciado, sintiendo tristeza por su pérdida y esperanza por su partida. Con una mirada neutra, resignada e indolora, y una lágrima pequeña resbalando por su mejilla como agua bendita sobre un cadáver antes de su entierro, mientras sus párpados se convierten en presas hidráulicas de lágrimas, dice con voz triste: “Mi corazón se detendrá hoy”.
Y con una mirada enternecida, como quien intenta calmar a un agonizante, dice: “Ya sufriste lo suficiente”. Una lágrima resignada cae por su mejilla, y mientras sus dedos pueden sentir el dolor en su pecho, dice con una voz quebrada y lágrimas desbordando de la presa hidráulica: “Ya es justo que te apagues”.