El océano respira lento,
como si el mundo entero dependiera
de cada movimiento de su pecho inmenso.
Su voz nace en las profundidades
donde la luz apenas se atreve,
y sube hasta la superficie
convertida en canto, en rugido, en plegaria.
Las olas, incansables,
vienen desde muy lejos,
cargando historias de barcos perdidos,
de amores que aguardaron en la costa,
de viajeros que se entregaron
al misterio de un horizonte que nunca termina.
Cada ola es un mensajero
que trae un fragmento del pasado
y deja en la arena un susurro
que solo escucha quien ha sabido esperar.
En las noches claras,
cuando la luna se recuesta sobre el agua,
el mar parece un espejo
donde la noche se peina despacio.
Todo se vuelve plateado:
la espuma, el viento, los pensamientos.
Y uno siente que podría caminar sobre el brillo
sin hundirse jamás.
En los días de tormenta, en cambio,
el océano se levanta como un gigante:
cruje, se agita, golpea, clama.
No es furia; es memoria.
Es la forma en que recuerda
que también sabe defenderse,
que no todo en él es calma,
que la belleza también tiene filo.
Y sin embargo, cuando pasa el temporal,
vuelve la música suave,
esa que se enreda entre los pies
al borde de la orilla,
esa que cura heridas sin preguntar nombres.
Porque el mar entiende del dolor:
lo ha guardado durante siglos
en sus cuevas de sal y sombra,
y aun así sigue brillando.
Quien camina junto al océano
camina también junto a sí mismo.
Las olas, con su ir y venir constante,
enseñan que toda despedida
esconde un regreso,
y que incluso lo que parece perderse
termina encontrando un camino nuevo.
Así respira el océano:
profundo, inmenso, eterno.
Y en cada inhalación suya
parece recordarnos
que también somos mareas,
que también somos cambio,
que dentro nuestro
late un movimiento antiguo
capaz de romper piedras
y a la vez,
de acariciar orillas.