Nadie sabe con precisión en qué año ocurrió, aunque algunos eruditos sostienen que ya estaba escrito en una página marginal del Liber Miraculorum, ese volumen anónimo que ciertos monjes atribuyen a un copista persa del siglo XI.
Yo, que apenas soy un lector tardío, me limito a relatar lo que otros recuerdan con la vaga certidumbre de los sueños.
En las afueras de una ciudad cuyo nombre se ha borrado —tal vez por descuido, tal vez por designio— existía un salón. No era célebre ni hermoso: era simplemente antiguo. Tan viejo por lo olvidado, tan olvidado por lo lejano, tan lejano por el tiempo que había resuelto no visitarlo más.
Dicen que allí se reunían, desde épocas remotas, los Valores. No los hombres que los practicaban, sino los valores mismos: entidades silenciosas, fatigadas por siglos de uso y desuso.
Una noche, que podría haber sido cualquiera, el salón aguardaba su final. Las lámparas, casi extinguidas, ofrecían una luz que ya no iluminaba, sino que confirmaba la sombra. Las mesas —carcomidas, resignadas— sostenían a los últimos parroquianos: figuras consumidas que habían sido, en otro tiempo, consejeros del Sabio, cuya existencia también se discute.
Honestidad discutía en voz baja con Gratitud; Impuntualidad llegaba tarde, como siempre.
Sinceridad y Responsabilidad, exhaustas de haber sostenido al mundo, ya no lograban coincidir ni siquiera en una frase.
Generosidad, Decencia y Familia acusaban a Solidaridad de tibieza.
Aprender, Prudencia y Autodominio yacían inmóviles, como estatuas derrumbadas por el tiempo.
Amor, quizá el más antiguo de todos, se había refugiado en un rincón del que nadie sabía si quería salir o desaparecer.
La Alegría y la Empatía no respiraban.
Hay quienes aseguran —yo no me atrevo a contradecirlos— que aquello no era una disputa, sino una agonía. Que los valores no estaban discutiendo, sino recordándose a sí mismos.
Lo cierto es que el Final, figura que Borges habría llamado “una de las formas del Tiempo”, decidió cumplir su oficio.
Cerró los pasadores.
Ajustó los cerrojos.
Nadie protestó.
Los valores quedaron dentro, condenados no por maldad sino por olvido: ese otro nombre de la muerte.
Desde entonces, jamás volvieron a verse en la luz del día ni en la sombra de la noche.
Algunos dicen que aguardan, en silencio, que alguien pronuncie sus nombres para renacer.
Otros, más pesimistas, afirman que el salón se perdió para siempre y que sus habitantes se extraviaron en un laberinto sin memoria.
Yo sólo sé que, al recordar esta historia, tengo la impresión —no sé si terrible o consoladora— de que aún estamos a tiempo.
Fernando Guerra
16 11 2025