A veces el vacío me observa desde la ventana,
y no, no soy yo el enemigo,
solo un pasajero que atraviesa este camino.
A vueltas con el vaso de vino
derramo el tiempo en gotas de silencio
que nutren el presente ahogado en el pecho.
Y así fluye el destino,
como ese río
que, después de bajar la montaña,
se entrega al mar de la calma.
Y aquí estoy, en un horizonte eclipsado,
sin rayos de sol,
bebiendo del mar salado;
inyectando su sal en mis venas,
esperando que el amanecer helado
se derrita con los primeros rayos.
Insaciables llegamos, buscando una verdad
que alimente los sueños
y alivie la infinita sed, esa
que nos hace enloquecer.
Amantes del silencio, viajeros del alma:
siempre nos encontramos en ese refugio aislado
donde la rabia se tiñe de pausa.
Y no, ya no duele:
tan solo se integra,
pintando la piel que yacía muerta.
No soy hija de la calma;
fui prisionera del errante.
Ahora silencio las ansias
y enciendo el torbellino.
No hay paz en mi pecho,
solo este vino inquieto
que me arde por dentro.
Lo inmutable, solo espera despertar.