EL INVESTIGADOR DE LA MÁSCARA DE PLATA EN...
La solución del intríngulis computado
El investigador se hallaba tras la pista de una interminable serie de mutilaciones.
Algún maniático, tal vez coleccionista, solía detener individuos con la excusa de asaltarlos. Una vez que lograba llevarlos a un sitio oscuro les exigía la entrega de algún objeto con el que la persona no contase. Si la treta no resultaba, seguía exigiendo nuevos objetos hasta conseguir lo que buscaba: que el individuo asaltado no pudiera satisfacerlo.
En esos intentos, había llegado a pedir un billete de veintiún pesos y hasta una última mirada intensa y prolongada, de quince minutos, de forma que la persona no alcanzara a resistir sin pestañar tanto tiempo y él mismo hubiese obtenido entonces motivo para cometer su crimen.
Lo que seguía era doloroso. Sacaba su sierra y asegurándose de que la víctima no se moviera le serruchaba el miembro buscado.
En los mejores casos era un dedo del pie. Pero también cortaba dedos de las manos, manos enteras, brazos, piernas, narices y cualquier cosa que sobresaliera.
Todas las mutilaciones registradas podían encerrarse con un círculo poco más grande que el gran Buenos Aires, incluyendo a la ciudad Capital.
Iemepé remembró las pasadas catalepsias en Tucumán al observar encolumnadas las direcciones de las últimas víctimas. Llegó hasta el principio y notó que todas terminaban en unos y ceros. Siempre vivían en Cullen 4020 ó en Libertador 3271 ó algo por el estilo. Los unos y ceros se usaban para el código binario de las computadoras...
Tsoreto extendió un plano de la zona sobre su escritorio y empezó a controlar los puntos rojos que marcaban el sitio donde se había consumado cada ampute.
El resultado consistía en un revoltijo de manchitas. Ningún patrón de distribución. Ningún aparente sentido.
Iemepé transcribió las direcciones a la computadora y ensayó colores diferentes para sucesos pares e impares, para los ocurridos en el mismo día, y otras tantas variantes.
Un rato después, se lo oyó decir: -“Estireno”- descubrió que si asignaba una tonalidad diferente a cada mutilación, según el día de la semana en que hubiese sucedido, se conformaba un dibujo particular. Usó amarillo para los lunes, verde los martes y así seguía. Esa figura uniendo puntos era un hexágono y contenía en su centro un circulo. También en alguno de los vértices se despegaba una especie de banderita con dos líneas paralelas en su paño. Según olió Tsoreto, eso era química. La forma no le dejaba dudas: estaba viendo la molécula del estireno.
Pero por qué aquella sustancia. La pista dejada por el criminal ¿Conduciría a fábricas de plástico poliestireno? ¿Habría alguna relación entre las letras de la palabra, cierta combinación quizá?
Probó la última hipótesis y notó que “estireno” contenía todos los caracteres necesarios para formar su nombre. Asió papel cuadriculado y dibujó esto:
E S T I R E N O
2 1 4 5 3
6 7
Sumó los números y consiguió esta cifra: 0270450-10. Probó con el discado telefónico pero no conducía a nada. Averiguó de cuentas bancarias, números de vuelos en los últimos años, series de micros de larga distancia... Nada.
Así estuvo intentando decenas de combinaciones; restando, incluyendo las letras, multiplicando... Pasaban semanas y Tsoreto seguía empeñado con sus números, sin llegar a derribar la ausencia de soluciones.
Entonces, la respuesta pareció surgir de improviso cuando un compañero que pasaba a su lado y no estaba enterado de la investigación, le preguntó qué cosa iba en los casilleros huecos.
Ya que no lo había intentado hasta entonces, buscó la manera de completarlos y escribió este sistema de ecuaciones:
E = a b
S = 2 c
T = 1 6
I = d e
R = 4 f
E = 5 g
N = h i
O = 3 7
Luego, como resultaba lógico, enumeró el alfabeto:
A B C D E F G H I J K L M N Ñ O P Q R S T U V W X Y Z
1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 15 16 17 18 19 20 21 22 23 24 25 26 27
En el conjunto de ecuaciones las letras minúsculas representaban las incógnitas, o sea los casilleros huecos de la cuadrícula original.
...Mientras la policía jugaba a la matemática, las mutilaciones continuaban. Siempre dibujando estirenos...
Una coincidencia le llamó la atención al detective:
Las únicas dos letras completas eran la te y la o. A la “T” correspondía el 16 en el enigma y el 21 en el alfabeto. A la “O”, por su parte le iban el 37 en el enigma y el 16 en el alfabeto. La diferencia entre ambas (37 – 16) era también 21.
En síntesis: una galleta que debe leerse varias veces para ser entendida.
Ensayó combinaciones diversas. La “E” en el alfabeto era el 5 y en el enigma también tenía un cinco abajo, así que completó sus casilleros con 05. Algo parecido pasaba con la “S”; era la letra veinte así que escribió “20” bajo esa consonante.
Pero no obtenía nada por más que se enroscase y enroscase. Era necesario husmear a la caza de otra fuente de información aún no considerada.
-“Los miembros”- creyó acertar.
Numerando cada vértice del estireno sobre el mapa aparecía otra aparente similitud. Todas las series de mutilaciones a lo largo del anillo hexagonal y la banderita, incluían por ejemplo:
Nariz
Anular
Nudillo
Brazo
Antebrazo
Mano
Índice
Pie
O bien:
Nudillo
Antebrazo
Nariz
Brazo
Anular
Meñique
Índice
Pene
Resultaba evidente que el maniático quería que se prestara atención a las iniciales. Si se las escribía a continuación de estireno en la grilla aparecía:
E↓ S↓ T→ I↓ R→ E↓ N↓ O
N A→ N B→ A↑ M I→ P↑
“En San Tibarem Nipo” no tenía sentido, “San Ti Bar Em Nipon E”...
... Tampoco.
-¡Por qué!- se tironeaba Tsoreto del grasiento cabello oscuro.
Nada funcionaba. El estireno tenía algo que ver. Las iniciales de los miembros se sucedían en un orden preestablecido. Los sistemas de ecuaciones matemáticas quizá escondían algo... pero qué.
Tsoreto recordó que cuando niño él estaba ya infectado al parecer con el amor a las retorcidas columnas de la casa de la independencia. Ese afecto imperativo que lo había llevado a observar por semanas ambos pilares, era el mismo que hubo conducido a los niños catalépticos a tocar la sustancia resinosa.
Y Tsoreto estaba contenido en estireno.
Escudriñando antiguos archivos, de las épocas ilustres del Comisario Pitsacho -papá de Iemepé-, encontró un viejo criminal que se hacía llamar “El Informador Nintendo”. Se remontaban los archivos al año mil nueve ochenta.
Las tramoyas ilegales del -en ese entonces- muchacho sólo parecían dañar los intereses de los propietarios de empresas de juegos electrónicos. El joven solía inventar procedimientos o bien descifrar contraseñas para quebrar los protocolos de protección de jueguitos de video. Usando esas palabras clave, otros niños conseguían desnudar los programas de cada juego y, o bien aprendían de ellos, o bien entendían cómo pasar a otros niveles. Los más dañinos modificaban el programa y lo reinsertaban en las casas de juegos para que no funcionasen y los otros jugadores perdieran su interés.
Había también adultos que aprovechaban las contraseñas para copiar desarrollos y patentarlos como propios luego de introducirles ciertos cambios.
El Informador Nintendo había sido detenido por Pitsacho y condenado a pagar cuantiosas multas. Desde entonces, nunca más se lo había visto.
Iemepé revisó otra vez la grilla inicial donde había escrito estireno...
E S T I R E N O
2 1 4 5 3
6 7
Quitando “TSORETO” aparecían las iniciales del malviviente (EIN). Eso no parecía fruto del azar.
Revisó las guías locacionales, con las que se realizaba el seguimiento de cada detenido luego de liberarlo. Sin muchos tapujos, allí se mostraba la dirección del Informador.
Durante la noche, el detective se presentó en el presunto domicilio. Haciendo uso de su baba reactiva, Iemepé mascó brea y acomodó luego la pasta resultante sobre la cerradura, porque nadie respondía a sus insistentes llamados. En instantes el metal fue carcomido. Por el hueco humeante que ya no sostenía la puerta, consiguió espiar parte del horror allí encerrado.
Ingresó.
Un hall estrecho cobijaba los cables precintados de la computadora. Con monitor más grande de lo normal y teclado muy sucio, la PC estaba encendida. Tsoreto movió el mouse para quitar el descansador de pantalla y la misma se cubrió de estrellitas. Un cartelito en medio solicitaba la contraseña.
El investigador dudó por unos instantes y probó entonces aquel término plástico: -ESTIRENO- tipeó con cautela. Rozó la tecla ENTER y la clave fue aceptada.
Era el año dos mil catorce. Las computadoras y los programas ya no se veían como esos, que parecían arrancados de principios de siglo. Iemepé comprobó que estaba encendido el dispositivo de voz así que se le ocurrió preguntar: -¿Quién soy... Reconoces mi voz?
La máquina respondió empleando un timbre vocálico que le resultaba conocido: -Eres el Investigador de la Máscara de Plata, te había estado esperando, tardaste más de lo previsto.
Pasando aquel hall, iniciaba la estampa masacrada. Como quien cuelga sus herramientas, el Informador tenía dispuestos sobre cada muro, recuadros con docenas de pedazos de gente. Muy ordenados aparecían al comienzo los diferentes tipos de dedos. Todos estaban envueltos en una especie de cemento epoxi cristalino. Los cartelitos indicaban “pulgares”, “índices”, “mayores”, “anulares”, “meñiques” y así continuaba la macabra colección, enlistando trozos de toda clase.
En una pared del fondo, dentro de lo que sería un cuartito para guardar cosas de limpieza, aparecía el plano relevado de Tucumán. Estaban indicados los sitios donde se guardaría la resina alcalóidea y se veía el dibujo de la flecha apuntando a la casa de la independencia, idéntico al que años atrás había podido desenmarañar Tsoreto.
También estaba el plano de Buenos Aires con los gráficos del estireno esparcidos. A un costado se daba la resolución del sistema de ecuaciones que Iemepé ya había descartado.
Esperando más respuestas, Tsoreto decidió sentarse en el taburete y preguntar a la computadora. Tal vez allí hubiese más cosas para oír, dejadas por el malviviente.
-¿Cómo te llamas?- intentó.
-Soy la computadora de El Informador Nintendo; para servirte y darte todas las respuestas- respondió la voz conocida.
-¿Donde está ahora el Informador?
-Seguramente en el infierno- estimó la PC.
-¿Y dónde queda eso?- continuó Iemepé como distraído, tomando la libreta con birome atada de su bolsillo.
-No me comprendes- empezó a responder. –El Informador Nintendo murió durante los doscientos años de la Revolución de Mayo, allá por el 2010. El me programó a mí poco antes de irse, así como había programado a otras computadoras y personas. No quería que su obra se perdiese, así que dispuso todo para que tú lo descubrieras.
-¿Y cómo murió?- la interrogó Tsoreto.
-Suicidio- sentenció parcamente la máquina. –Busca su cuerpo en la pileta del baño.
El detective hizo caso a la información que recibía y fue hasta lo que parecía ser el toilette. Tras la puerta pesadamente cerrada habitaban un sinfín de bahos. En la bañadera repleta de sal gruesa, se veía el cadaver descompuesto del malhechor.
Iemepé volvió en sí, abandonando el baño junto con la perplejidad que le provocaba aquel caso. Cerró fuerte para que no se agregaran más olores a los ya reinantes en esa vieja casa, y regresó con la PC.
-¿De quién es la voz con que hablas?- se inquietó, confiando más en las respuestas que recibía.
-De tu padre. Mi programador la reprodujo con exactitud.
Tsoreto se lamentó unos segundos. Impúsose a posteriori y prosiguió: -Dame la explicación completa de los planes del Informador Nintendo.
-Bien, te la daré. Pero primero debes ocultarte unos minutos porque tendremos visitas- le ordenó la PC.
-¿Visitas?- el policía miró su reloj. Eran las tres y cuarto de la mañana. Hizo caso al extraño pedido y se acomodó tras unos tablones.
Allí metido pudo observar la entrada de dos jóvenes. Tendrían unos dieciocho o diecinueve años. Sus ojos parecían perdidos; como si estuviesen bajo hipnosis.
Dirigiéndose hacia los recuadros donde colgaban los pedazos de personas, los muchachos hicieron el trabajo de cementar la nariz y el dedo gordo del pie que cada uno traía y los colgaron en sendos clavitos.
Tsoreto tuvo el impulso de actuar, pero algo le decía que sería más útil aguardar a que se retiraran y continuar hablando con la computadora. Eso hizo.
-Muéstrame entonces los planes de tu programador- le exigió a la máquina.
-Bien- dicho esto, empezó a correr por pantalla una especie de presentación, donde se veía al Informador hablando y se adosaban gráficos y planos de todo tipo.
Empezaba diciendo: “He sido un chico malo. Pese a ello, no soporto que una historia o un juego no concluya. Así que he dejado en manos del hijo de mi primer captor la solución de este intríngulis computado que diseñe hace años.”
Y luego continuaba: “Cuando fui atrapado por Pitsacho, no tomé rencor hacia el policía, sino más bien lo incluí como parte de un gran juego maestro. Tú, Tsoreto, eres el bueno de esta historia. Y no debes temer porque terminará bien.”
-Al parecer no era tan malvado- pensó Iemepé, pero enseguida cayó en la cuenta de que estaba delirando. Los miembros mutilados colgando por doquier y la locura que cubría todo el caso, hablaban de un demente perverso.
“Para suicidarme- prosiguió el programa –bastó con que me acostara en la cama de sal de mi bañera. No me moví de allí nunca más. Debo de haber tenido la tentación, de seguro, pero mi decisión es fuerte y sé que ahora, en unos minutos, cuando concluya el armado de este mensaje, me recostaré en mi lecho final...
Te contaba que cuando tu padre me capturó y tuve que abonar aquellas multas, introduje en varios juegos electrónicos unas imágenes subliminales para desatar la barbarie.
Entre los juegos estaba el Camelot Warriors ¿Te acuerdas?”
Iemepé hizo memoria. Cuando niño disfrutaba especialmente de ese jueguito. Cuando le ganó, la pantalla final del programa aseguraba que lo vivido, había sido una pesadilla. Eso húbole traído cierta decepción en aquel entonces.
“Tú también fuiste infectado...- continuó la presentación, mientras mostraba en pantalla filmaciones de Tsoreto niño acampando frente a las columnas de la casa de Tucumán, admirándolas embobado. –Descubrí lo fácil que me resultaba manipular la mente de los niños; podía hacer que les gustasen cosas, que sintieran odio, que viajasen a lugares sin conocerlos. Así que encanté a multitud de pequeños con las retorcidas columnas.
Sabía que si pasaba algo extraño en esos pagos, llamaría tu atención y te haría entrar en el juego que yo inventaba.
Durante las primeras pruebas que realicé, fue cuando estuviste involucrado en el encantamiento informático. Luego decidí esperar varios años más, a fin de que tú tuvieses independencia como detective cuando se destara la ola cataléptica de niños.
Aguardé bastantes años pues, hasta hacer llegar los mensajes subliminales al resto de los niños. Teniendo muchos ya listos, me bastaría con dejar programadas señales intermitentes en radio y televisión, para que los infectados se sintieran llamados, concurriesen a tocar las columnas, y fueran a quedar justo donde se les indicase.
Si funcionó bien, la computadora debía asegurarse, cada día, de reunir grupos con la cantidad indicada de gente por la mañana temprano. Entonces todos los seleccionados se enresinarían y el efecto cataléptico les atacaría unas dieciocho horas después, por la madrugada.
Estimo que habrás descubierto la flecha. Si no lo hiciste, está en el mapa del cuartito, en el fondo del departamento.
La descuartización de estos días fue similar. Programé con mensajes ocultos en los jueguitos a millares de personas. Cada uno, cuando escucha por los medios su nombre en clave, se dirige a la caza del miembro solicitado y lo trae hasta aquí. La PC se encarga de abrir y cerrar la puerta con cerrojo en el momento preciso.”
Tsoreto se quedó pensativo, analizando las coincidencias de las dos series criminales descritas con lo que él había observado. Sólo un punto no le cerraba: -Si los niños en Tucumán tocaban las columnas con resina todos juntos, ¿Por qué el día que yo aislé la casa para que nadie entrara, cayeron en estado cataléptico menos de los esperados? Eso me había hecho pensar que los muchachitos tocaban las columnas en varios momentos del día...
-¡Muy bien!- lo felicitó la máquina. –Quien me programó no conocía ese detalle porque aún no había sucedido, pero tu perspicacia lo detectó. Hay algo más que deberías suponer- dijo he hizo unos puntos suspensivos para arrancarle la respuesta.
-Si yo fui infectado por el Camelot Warriors como otras personas- razonaba Iemepé en voz alta, -también debo estar designado con un nombre en clave. Y si escuchara esa palabra, mi cerebro actuaría en forma inconsciente y cometería la siguiente pieza de este crimen articulado.
-¡Bravo! Mi programador no se equivocó al escogerte.
-Entonces- siguió razonando Tsoreto mientras se retiraba la cera agusanada del oído, -la historia que me contaste es inexacta, porque el dato de los niños en grupos era falso. Si esa parte de la historia era falsa, también podría ser un fino invento el resto. Tan sólo mes has dicho lo que yo quería oír. ¿No es así?
La pantalla cambió de colores y reprodujo el cartelito que el detective había armado en su hoja cuadriculada:
E↓ S↓ T→ I↓ R→ E↓ N↓ O
N A→ N B→ A↑ M I→ P↑
-Arriba- mencionó el procesador, -dice lo que tú habías descifrado. Y para entender lo de abajo, debías leerlo al revés.
Iemepé, sin darse cuenta del anzuelo tendido por su enemigo, leyó en voz alta: -Pimabnán.
Unas risotadas tenebrosas empezaron a hacer vibrar los bafles de sonido...
-¡Te haz activado tú mismo!- gritaba la PC y repetía sus carcajadas.
El detective parecía hipnotizado. Su único ojo temblaba desorbitado; las palmas le transpiraban y no lograba mantener bien calzada su máscara. De alguna manera, sabía que lo esperaban en Ezeiza para partir.
Subió al patrullero y puso sus cuatro neumáticos a rodar sobre el asfalto de la autopista. En media hora estaba reunido con un grupo de dos desorbitados más que lo esperaban con boletos para Roma.
Hacia allí estaban volando. Hablaban, respondían a las preguntas de otras personas; todo parecía ya haber sido programado en ellos.
Los pasajeros de la nave, incluyendo las azafatas, usaron durante el viaje completo las mascarillas de oxígeno –lógicamente no soportaban el aroma a bordo.
De regreso a tierra firme, pero ahora en suelo italiano, los dos acompañantes del investigador fueron quedando detenidos en diferentes controles aduaneros. Uno a la salida del aeropuerto internacional y otro cuando intentaban entrar al Vaticano. Pero Tsoreto, harto habilidoso en artes marciales y rápido como cohete, nunca era atrapado.
Permaneciendo en estado inconsciente, el investigador descalzaba ya su mágnum y la preparaba para terminar la misión...
El Papa en ese momento estaba trasladándose de la biblioteca hacia una de las salas. En pocos metros Iemepé lo tendría ya a distancia para no fallar.
Entonces, como nunca había sucedido antes, la máscara de plata se soltó de sus sujeciones y cayó ruidosamente al suelo descubriendo las horribles cicatrices. El impacto de sorpresa fue tal para Tsoreto, que derrumbose de rodillas y mientras tomaba el accesorio metálico entre los dedos despertó.
No sabía dónde estaba ni lo que trataba de hacer. Minutos después fue aprendido por la guardia vaticana.
En la comisaría dieron con su famosa identidad y empezaron a creerle. Le explicaron entonces desde dónde lo habían seguido y lo de sus dos acompañantes misteriosos.
Iemepé revisó los bolsillos de su impermeable azul. Allí sintió papeles.
Leyéndolos junto con los otros policías le fue volviendo a la memoria lo del Informante Nintendo.
Recibió la bendición papal y de vuelta en Buenos Aires se constituyó con refuerzos en el domicilio del siniestro criminal. Todo seguía allí, excepto el putrefacto cadáver salado, que nunca pudieron comprobar si realmente era de E.I.N.
Tsoreto tuvo claro entonces que una forma directa y rápida de detener las mutilaciones, era destruyendo la computadora con la que había hablado y quemando por completo el lugar. Sabía que las llamas consumirían lo que quedase de planes extraños ahí encerrados.
Dio la orden y, con el auxilio del cuerpo de bomberos, llevaron a cabo una incineración controlada. La PC no había vuelto a responder a nadie. Su disco rígido fue analizado antes de destruirlo y parecía estar borrado.
Mientras el fuego arrasaba, Iemepé logró oír cómo el aparato electrónico se encendía y volvía a dirigirle unos últimos dichos, empleando nuevamente la voz robada de Pitsacho: -Si me quemas es porque no se ha concretado la misión. No importa. Quizá no pueda vencerte aquí en la Tierra. Pero más adelante... nos volveremos a ver...
Un último gemido agudo y moribundo erizando los pelos se despidió, y lo que fuera que allí estaba encerrado se fue para siempre.
Como era claro, nadie en la Tierra vencía al magnífico policía. Su valor, coraje y bondad justiciera repelía hasta al más satánico de los espíritus.
Las mutilaciones se detuvieron y se concluyó el caso sin reprendidos. Habían encontrado muchos mutiladores, pero nadie era realmente responsable de los crímenes cometidos.
Tsoreto comulgó el domingo siguiente en la iglesia de su barrio. El lunes, la ciudad lo vio de vuelta trabajando, arropado bajo su impermeable azul y escondido el rostro tras aquel misterioso brillo. Allí, día a día, el Investigador de la Máscara de Plata continuó haciendo justicia.