A usted,
que alzó un amor creyendo alzar un mundo;
a usted,
que confundió una dádiva con un derecho
y un instante con una eternidad;
a usted,
que ahora oye —no sabe desde cuándo—
el tenue crujido de la traición
como si viniera de muy atrás,
de esas zonas donde el tiempo repite lo que ya pasó
y lo que siempre pasará.
A usted,
que llamó compañía a lo que era apenas un resplandor;
a usted,
que tomó por propio lo ajeno
y por ajeno lo que debía custodiar;
a usted,
que vio entrar la soledad sin anuncio,
sin forma,
sin intención,
como entran las cosas que ya estaban ahí
y uno recién ahora descubre.
A usted,
que dejó correr las libertades de otros
como se deja correr el agua,
sin pensar en la sed propia;
a usted,
que no supo leer en las torpezas el signo del dolor
y eligió el silencio,
ese viejo refugio de los que esperan
que el mundo se ordene solo,
sin su mano,
sin su voz.
A usted,
que no hizo,
que no dijo,
que no impidió,
que dejó que el día se consumiera
como una vela que nunca fue encendida del todo.
A usted,
sólo puedo desearle —o recordarle—
que no destruya lo que queda,
que no deshaga lo que todavía respira,
que no convierta en ruina
lo que aún podría ser destino.
Porque el resto,
el verdadero resto,
está en sus manos
desde antes de que usted lo supiera.
Y la salida,
esa palabra final y primera,
lo sigue esperando
desde el mismo lugar.
Fernando Guerra
15 11 2025