Liberar al alma, por un breve instante,
del yugo de lo etéreo, que bien vale la
pena cuando en el frágil cuerpo
humano, es posible disfrutar de la
poesía de un atardecer, de los paisajes
de montaña o de desierto, del mar o
los ríos, de los sabores celestiales del
chocolate, el café o las carnes y del
amor, la pasión y la lujuria, que hacen
a los cuerpos fundirse en el ardor de la
faena. Esos cortísimos momentos,
hacen que valga la pena la existencia,
aunque por ello se termine condenado
a las llamas eternas del infierno.